La polarización, el discurso de odio y la incitación al linchamiento a quien piensa distinto son siempre indeseables. En México, se han recrudecido en la discusión política y desgraciadamente también en el periodismo, desde hace más de una década.
La violencia verbal está fuera de control y se toma a la ligera, sin medir que se traduce fácilmente en violencia física, desde agresiones hasta asesinatos.
¿Quién empezó la escalada de violencia verbal? ¿Quién le siguió? ¿Quién ha sido más virulento? Cada quien tiene su teoría, pero tratar de esclarecerlo terminaría en nuevas descalificaciones, insultos, amenazas. Lo que hay que hacer es detenerla. Detenerla ya.
Políticos, periodistas, personajes públicos, todos, sin excepción, tendríamos que llamar a la responsabilidad.
Defendamos la discusión abierta de las ideas, los proyectos, las trayectorias y las acciones. Con inteligencia, con dureza, con ironía y sarcasmo… con libertad absoluta. Nadie es intocable para la crítica libre.
Pero rechacemos la incitación a la violencia, venga de donde venga. Tengamos claro que la descalificación moral, la humillación, la generalización del insulto, la acusación criminal a las personas por el solo hecho de estar a favor o en contra de una idea, una plataforma o un candidato impiden el debate democrático.
No descubro nada: las palabras son importantes. A las palabras no se las lleva el viento. Las palabras pesan.
Cuidémoslas. Las redes sociales pueden ser luminosas y cáusticas al mismo tiempo. Las tribunas de los medios tradicionales y la plaza pública deben ser usadas con conciencia y responsabilidad.
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