Por él no quedó. Hizo todo lo posible. Generó polarización y crispación desde la elección de 2016. Acusó a sus contrincantes de todo lo imaginable, al extremo de prometer a Hillary Clinton que terminaría en la cárcel. Prohijó todo tipo de ideas conspirativas, entre ellas las que dieron origen a QAnon, uno de los grupos más peligrosos en este momento. Aprovechó la debilidad de los medios tradicionales para desacreditarlos e intentar desaparecerlos.
Nombró más jueces y ministros que cualquier presidente anterior. Elevó el déficit fiscal para promover un crecimiento económico ficticio, a través de reducir impuestos. No le funcionó, porque bajar impuestos rara vez produce mucho impulso, de forma que la economía siguió el ritmo que tenía en el gobierno de Obama. Para fortalecer la idea de enemigos ficticios, se concentró en los inmigrantes y en el ‘Estado profundo’, es decir, el aparato gubernamental, al que intentó reducir todo lo posible, concentrando en él la mayor cantidad posible de poder.
Rumbo a la elección de 2020, primero trató de desacreditar a sus contrincantes de la misma forma que en 2016. Cuando vio que eso no iba a ser suficiente, se lanzó contra el proceso electoral mismo. Reclamó que hubiese votación por correo, para quedar sólo con la presencial, en la que seguramente irían más republicanos que demócratas, debido a su insistencia en que el Covid no existía o no causaba daño alguno.
No pudo frenar la votación, así que acusó la existencia de un fraude. Obviamente, sólo en los estados que perdió con un margen pequeño. Promovió recursos legales, que perdió casi por completo, pero además presionó personalmente a los gobernadores, como lo ha mostrado la grabación en que exige al de Georgia que invente 11 mil votos que le faltaban para ganar.
Después de todos estos fracasos, convocó a sus seguidores más agresivos a reunirse en Washington el 6 de enero, día del evento protocolario en que se nombraría presidente a Joe Biden. Por la mañana, dio un discurso invitando a marchar al Capitolio y lograr por la fuerza revertir el resultado electoral. Esos seguidores le hicieron caso e invadieron el Congreso de Estados Unidos, con resultado de destrozos varios, muertos y un espectáculo deplorable.
Desde temprano, el líder del Senado, el republicano Mitch McConnell, que había sido su principal aliado, había reconocido el triunfo de Biden. Después del ataque, reiteró esa posición, pero además le recordó a los congresistas la importancia de las instituciones por encima de las personas.
La democracia más antigua del mundo logró sobrevivir. El ataque a las instalaciones del Congreso provocó que muchos republicanos que habían seguido apostando por Trump decidieran abandonarlo. Se habló de un nuevo juicio de desafuero, o incluso de utilizar la Enmienda 25, que permite remover al presidente por incapacidad. Por muy poco, se evitó el derrumbe del sistema político estadounidense. La magnitud de los daños no la conocemos, y habrá que esperar varios meses para hacer una primera evaluación.
En esta columna hemos insistido en que vivimos un momento de gran confusión, producto del derrumbe de nuestra forma de entender el mundo. Lo que nos parecía lógico y razonable antes, desde hace una década ya no lo parece tanto. Ni el criterio de verdad, ni los valores de referencia, ni los límites de lo bueno y lo malo. La pérdida de estas anclas nos genera una angustia generalizada, mucho mayor de la normal, nos llena de miedo y enojo, nos hace inventar comunidades ficticias y buscar liderazgos irresponsables y agresivos.
Es de ahí de donde surgen los Trump, Bolsonaro, Iglesias, López: narcisistas sociópatas ansiosos de poder. Los sostienen grandes grupos de angustiados llenos de miedo, y los aprovechan los sinvergüenzas ambiciosos, los facilitadores. Esto no ha terminado.
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