El presidente Andrés Manuel López Obrador está decidido a ser el que picha, cacha y no deja batear; el emperador que decide quién vive y quién muere; el juez que juzga al corrupto y al honesto según sus propias leyes; el predicador que evangeliza con su verdad y la de nadie más; el padre que absuelve o condena; el protagonista y el villano de la telenovela. En otras palabras, el único que tiene el poder y decide.
Todo lo que va en contra de sus intereses le saca urticaria, sean los medios, la oposición, las organizaciones de la sociedad civil o simplemente lo que se le ponga enfrente. Por eso no se detiene cuando se trata de acabar con lo que, a su juicio, no le permite avanzar en su transformación de cuarta, perdón, cuarta transformación.
La estrategia que ha seguido para ir destruyendo programas, dependencias, órganos autónomos o lo que le estorbe ha sido la misma. Primero dibuja a su enemigo y lo sataniza ocupando las frases trilladas de siempre: “hay corrupción” —que casualmente siempre queda impune porque no lo puede probar—; “tienen presupuestos millonarios, aunque no hacen nada”; “fueron creados por los gobiernos neoliberales para fingir que les preocupaba la democracia, la transparencia y la competencia”, “callaron como momias ante el desfalco” y otras linduras. Si el Presidente fuera guionista de telenovelas, seguro ya lo hubieran corrido por falta de imaginación en la narrativa.
Después de la satanización, viene el acecho a las instituciones y sus funcionarios. A los funcionarios rebeldes que no se quieren cuadrar les manda al SAT o a la UIF, los arrincona, los persigue hasta que los hace renunciar o de plano espera a que acabe su periodo para imponer a los suyos, que no tienen credenciales o experiencia para ocupar los cargos encomendados, pero que son ciegamente leales a los intereses presidenciales.
Algunos ejemplos son Rosario Piedra, al frente de la CNDH o Ángel Carrizales, quien fue nombrado titular de la Agencia de Seguridad, Energía y Ambiente, aun cuando había sido rechazado de cinco puestos anteriormente. El Presidente quiere sumisión, no neuronas, porque los que piensan son un peligro para sus intereses.
Y cuando no puede operar a nivel Ejecutivo, echa mano del Congreso de la Nación donde su partido, Morena, tiene mayoría. Ahora quiere desaparecer a tres órganos autónomos: la Comisión Federal de Competencia (Cofece); el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT) y el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a Ia información y Protección de Datos Personales (Inai). Los tres órganos autónomos le estorban porque tienen vida propia, y en el mundo según el Presidente, esto no puede ser.
Las tres instituciones han tenido el descaro de pedirle cuentas a todos los gobiernos, pero calienta que lo haga al federal. El gobierno del presidente López Obrador ha sido el más opaco y el que pone piedras en el camino a la competencia. Por ello necesita desaparecer a esos organismos. En la semana anunció que trabajarían en una reforma para que secretarías como Gobernación, Economía y de la Función Pública absorban estas instituciones.
Pero para que esto pueda concertarse el Presidente necesita que se haga antes de las elecciones del 2021 porque no sabe si va a conservar la mayoría, por eso le urge darle muerte a los órganos autónomos.
Si se le permite esta osadía al Presidente, no sólo representaría uno de los mayores retrocesos de la democracia y los contrapesos, sino que después seguirá el Instituto Nacional Electoral, el Inegi, Coneval y todo lo que tenga otros datos que no sean los suyos, y entonces sí, ¿quién podrá defendernos?
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