Acompáñeme a ver esta triste historia: el pasado 12 de octubre, en el patio de nuestro hermoso Palacio Nacional, el premier canadiense y el Presidente mexicano se encontraban pertrechados sobre sus abanderados podios. Trump pendía sobre sus cabezas como espada de Damocles. Una reportera levantó la mano para preguntar cuál sería la postura de México ante el enredo catalán. Para que no fueran a pensar que era en serio, de inmediato prosiguió: y el protocolo no me lo permite, pero si no pediría una foto con el primer ministro. Cuando éste accedió, ella se acercó para espetarle un emotivo: “Te amo”.
El problema es que Justin Trudeau no es galán de cine, sino un jefe de Estado que, a pesar de estar como nos lo recetó el doctor, ostenta considerable poder. Y el trabajo de todo periodista digno de tal nombre es cuestionar a la autoridad, a cualquier autoridad, por el mero hecho de serlo. Sí, ya quisiéramos a Trudeau de presidente. Pero con todo y su sonrisa Colgate la Canadá de Trudeau cayó, en los últimos dos años, 14 puestos en la lista de Reporteros sin Fronteras que evalúa el trato a periodistas por una corrección política que raya la censura. Su ministro de Defensa es un veterano de Afganistán que entregaba a sus prisioneros de guerra a las autoridades locales para ser torturados, o peor. La industria aeroespacial canadiense es parte esencial del complejo bélico industrial: es el segundo proveedor de armas a Medio Oriente. Y no olvidemos a las mineras canadienses, que operan en México sin miramientos ambientales o laborales. Si esos temas no bastaran, siempre estará Donald Trump.
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