lunes 01 julio 2024

Anaís de Melo

por Marco Levario Turcott

La sexicomedia del cine mexicano alcanzó la cima entre los años 80 y 90 del siglo XX. Es, a juicio de los expertos, la etapa más vergonzosa en la historia de la industria. Me refiero a una vigorosa fábrica de basura de bajos costos y altos rendimientos alimentada por la idiosincracia del consumidor promedio que se regocijó con el desnudo femenino como si fuera una chuleta expuesta en un aparador, el albur de baja estofa y el chiste misógino.

En contraste con los años anteriores a aquella época ominosa, cuando el cine se alimentó de artistas del teatro y las carpas, incluso para detonar al llamado “Cine de oro”, la comedia erótica devoró a una generación completa que tenía cualidades histriónicas o al menos cercenó sus ilusiones. Decenas de animadoras de esas historias improvisadas e inconexas fueron desechadas como carne maloliente, al decaer en el mercado ese tipo de cine. Como desechos, escribo. Literalmente. Y Anaís de Melo fue una de ellas.

Hablo de una mujer hermosa nacida el 9 de mayo de 1960 en Portugal, que llegó a México casi a los veinte años luego de vivir su infancia en Israel y Francia. Tuvo suerte o eso creyó al modelar para una marca de ropa interior, Carnival, e impactar con su rostro inocente y sus piernas de ciervo. Su intención era hacer teatro y cine serios, según registran las publicaciones de esos años que también se refocilaron de ella porque había errado de país para iniciar tales empresas, cuando la principal demanda era el desnudo sin importar su justificación. La principal, dije, no la única, pero el arrojó de Anaís situó ante las cámaras sus hombros altivos y sus firmes redondeces. El éxito fue atronador, tanto, que aún es parte de la memoria de legiones de admiradores que desfogamos en ella las destrezas onanistas.

Anaís de Melo disfrutó el momento, lo sabemos de cierto en virtud de sus recientes afirmaciones. Ganó mucho dinero, según dice, y disfrutó la fama que “a todos nos gusta aunque sea por quince minutos”, remarca en un claro parafraseo de Andy Warhol. Ahora es ancha y robusta como su vanidad. Tiene más de 60 años. No busca atajos para comprender el destino que, ahora, la sitúa como periodista y dueña de una agencia de relaciones públicas. No culpa a nadie de su abandono al alcohol y las drogas porque aún si hubiera sido monja, atavíos impensables en un espíritu lúdico como el de ella, aún si hubiera sido monja, repito, hubiera sido una monja drogadicta.

Antes, dice Anaís, era más fácil ser bonita y no inteligente. Y apostó por el portento que la naturaleza le prodigó aún siendo inteligente y preparada. Desde entonces hablaba cinco idiomas y leía a Anaís Nin, a la que sigue admirando. El problema es que cuando caducaron las pieles en la pantalla grande ella tenía 35 años, una trayectoria profesional y personal que no era para presumir y fue ignorada por productores de cine que se embarcaron en otras aventuras. Ella misma narra con firmeza su intrincada vida sin rezar o eludirse en el arrepentimiento religioso. Cuando terminó en la calle o se inyectaba droga. No llora, no al menos en público, cuando recuerda que fue violada y tuvo dos abortos porque, como si estuviera numerando películas, enseguida narra haber sido novia de algún príncipe y amante de prosapia. Ahora se define como una judía a la que le gusta hacer dinero y, sobre todo, como una actriz que espera una oportunidad para actuar en el cine. Lo dice con una fortaleza que contrasta con el cabello marchito, el rostro ajado y la flacidez que le rodea. Cuánta razón tiene Philip Roth: la vejez es una masacre.

Creo que Anaís de Melo puede estar satisfecha consigo misma. Si antes fue un objeto codiciado ahora es el reflejo de una vida vivida que no se atormenta ni busca dar lecciones a nadie. Es decir, si antes la deseamos tantos jóvenes, ahora podemos aprender de ella como ella lo hizo de la vida: ahora sabe que la inteligencia y la experiencia son menos efímeras que sus muslos de ciervo y su belleza altiva.

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