En un apiario colmado de esperanza, el zángano Andrés Manuel presidía la “Asociación de Abejas del Bienestar” con mano firme y promesas infinitas. Sus hijos Andy, Gonzalo y José, habían crecido bajo su sombra, en particular Andy quien, aprovechando el poder de su padre, se convirtió en un próspero empresario en el colmenar al que desde entonces le extrae toda la miel posible con el consentimiento y la complicidad, además, de cientos de abejitas obreras.
Como los zánganos, Andy tiene la lengua muy corta, por eso nunca en su vida ha trabajado para procurarse el alimento aunque, a diferencia de éstos, su vuelo no es ruidoso sino discreto y efectivo. Su aspecto desenfadado, con un pelaje suave y gris, refleja la pereza inherente y también la astucia para hacer que los demás trabajen en su lugar mientras él se aposta en la celdilla del abejero y da instrucciones para que vigile el negocio su amigo Amilcar, un zángano ese sí muy locuaz y presuntuoso de ser el amigo íntimo influyente.
Desde los 34 años, con la bendición de su padre, Andy comenzó a expandir su imperio. Junto con sus hermanos se apropió de varias hectáreas de árboles de cacao y comenzó a comercializar un chocolate llamado Rocío, en honor de su madre. En otros terrenos distribuyó panales y monopolizó el comercio de flores y miel aunque la vendiera adulterada, desdeñando el riesgo que corrían los consumidores. La influencia de este rechoncho y pesado personaje con barba similar a la de un duende, crecía día a día y los demás insectos del abejar comenzaron a depender de él. Literalmente, el hijo pródigo del zángano Andrés Manuel volaba entre miel sobre hojuelas (sus trifulcas con Bety, la abeja esposa del presidente, nunca trascendieron).
La Asociación de Abejas, bajo el liderazgo de su presidente, miraba a otro lado mientras Andy amasaba una fortuna junto con sus hermanos y amigos. El olor a la cera y el propoleo son estimulantes para el pillaje. No había necesidad de pleitos, como a veces sucedían entre las colonias de abejas de otros territorios. Tampoco había terreno libre para la competencia. El ganador estaba decidido y siempre sería Andy. El entorno era sencillo porque cualquier recomendación era atendida diligentemente por las abejas en tanto que a los críticos se les enfrentaba asegurando que perseguían la inestabilidad económica, azuzados por intereses ajenos al apiario, o simplemente que eran traidores a la causa de Andrés Manuel.
La necesidad de acopiar más néctar hizo que Andy fuera cada vez más autoritario. Controlaba el acceso a los árboles más fértiles y dictaba los precios de la miel y sus derivados. Un día anunció la creación de la “Corporación de Miel y Flores”, y nombró a su padre como presidente honorario. Andrés Manuel correspondió promoviéndolo como secretario general del partido que él mismo construyó para dictar las políticas apiarias sin zumbidos molestos como los de Pistachón Zig Zag, director de un diario que también fue perseguido por el gran zángano.
La Asociación de Abejas, que una vez había sido símbolo de cooperación y justicia, se convirtió en una mera fachada para promover los intereses de Andy que buscaban extenderse más allá de la zona maderera de Tabasco y los corredores del Tren Maya, en los trechos de Campeche a Cancún, en la península yucateca. El zángano ha acumulado tanto poder que parece inamovible. Ahora su función es velar porque ningún sonido afecte la credibilidad de su padre quien, al pie de las estribaciones de la tierra, en la Macuspana tabasqueña, vigila que todo siga en orden y que a sus hijos nada los inoportune. Para ello, claro, hay una aveja reina designada por él con el fin de que todas las abejas lo protejan.