marzo 9, 2025

Anna Pavlova, el cisne en su lago

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A veces los nostálgicos hurtan cuando no inventan sus recuerdos. Ahora mismo, por ejemplo, evoco la visita de la formidable bailarina rusa Anna Pavlova en enero y febrero de 1919, a los teatros Abreu y Principal del Distrito Federal. La estoy viendo bailar de puntitas el Jarabe Tapatío junto a nuestra Eva Pérez Carlo, una de las primeras mujeres en desprenderse de las mallas para actuar en la tarima. La escena fue tremenda. Aquí, el Jarabe Tapatío expresó el dominio de la música sobre las balas sueltas de la Revolución y ahora asume uno de los ropajes más sobresalientes de nuestra identidad. Allá, la mejor figura del Ballet Imperial Ruso hizo lo mismo: antepuso su arte a las convulsiones de la Revolución bolchevique como ya lo había hecho en sus funciones de apoyo a los niños de París víctimas de la Primera Guerra Mundial. Pero ah, su belleza delgada y misteriosa. Con justa razón, Ramón López Velarde le compuso estos versos:

Piernas
que llevan del muslo al talón
los recardos del corazón.
Piernas
del reloj humano
certeras como manecillas
dudosas como el arcano,
sobresaltadas
con la coquetería de las hadas.

Pero como pasa con los recuerdos, los míos no tienen libertad, en este caso están sujetos a la influenza española que, un año después de la visita de Pavlova, obligó al cierre de sitios públicos en México. Aunque el confinamiento duró una semana, fue una alerta para los artistas extranjeros porque desde 1918, cuando inició la pandemia, nuestro país había tenido altos índices de mortalidad. Lo único que podemos remembrar es que el poeta zacatecano no volvió a ver a Anna porque él murió en 1921 y ella nos volvió a visitar en 1925. Da fe de ello mi edición de Jueves de Excélsior del 25 de marzo de 1925.

En la mirada del poeta, Pavlova tuvo las piernas certeras de las manecillas y la coquetería de las hadas. En la vida de la bailarina sus piernas eran desmedidamente frágiles y arqueadas. En todo caso el rigor de un reloj suizo la hizo salir avante para mejorar su técnica desde los diez años: “Dios da talento”, dijo, “el trabajo transforma el talento en genio” y ella lo fue, rompió el paradigma de la mujer fuerte y musculosa para forjarse eterea y delicada. Desde 1905, a los 14 años, su exquisita representación de La muerte del cisne fue referente de sensibilidad aunque desde luego su gran versatilidad abarcó también, a La hija del faraón y El lago de los cisnes, entre decenas. Así, el cisne viajó a Berlín, Londres, Nueva York, París, Praga y muchas ciudades más como El Cairo, Manila, Pekín y Tokio.

El 24 de enero de 1931 en la Haya, estaba programada su representación de la muerte del cisne. Víctor Drandé, su esposo, relató que Anna llegó a la ciudad con neumonía y debía ser operada con el riesgo de que ya no pudiera bailar. Ella se opuso, “si no puedo bailar, prefiero estar muerta”. El cisne estaba agonizando, murió minutos después de la medianoche. Tenía 49 años. En mis recuerdos inventados la estoy viendo hacer la mejor representación de su vida. Por eso Pavlova ya no estuvo en el escenario al día siguiente. O quién sabe. Esa noche un solo proyector iluminó el espacio donde ella hubiera estado.

Su urna fue adornada con sus zapatillas de ballet que luego fueron robadas. Sin embargo, cuenta una leyenda que, en realidad, cierta noche, un ser etereo y delicado dispuso de ellas para bailar como nunca lo había hecho: entornó los ojos con la belleza del cisne y las piernas flotaron con la coquetería de las hadas. Yo la vi.

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