Para mala prensa, Calígula. Es amplio el catálogo de perversidades que se le endilgan, algunas ciertas, otras falsas, y muchas quién sabe porque su biografía la escribieron sus enemigos.
Al parecer, nunca nombró cónsul a su caballo, Incitatus, aunque bien pudo amagar con ello sólo para pintarle un violín a la clase política. Como es sabido, la soberbia es un deporte de alto riesgo y mientras Incitatus pasó a la historia sin darse cuenta de nada, Calígula — que, por cierto, habría sido popular– fue despachado por el verdadero poder, el militar, que se inventó un nuevo emperador más a modo.
En una versión actual, cutre y paupérrima, el títere venezolano se pavonea hablando con vacas y caballos, confiado en que no hay ridículo ni abuso de consecuencia mientras le sirva a las cañerías militares y criminales que lo sostienen. Habrá que ver, y es que eso de las guardias es delicado: saben mucho y controlan puertas. Con frecuencia, las líneas entre mandatos, circunstancias y conveniencias son borrosas, y la vinculación entre guardián y custodiado bien puede derivar en una relación de captura.
En el caso de México y su ejército, prevaleció hasta ahora un equilibrio que integró una respetuosa distancia entre las esferas civil y militar, una condición endogámica en sus procesos internos (opacidad, si se prefiere), una doctrina de Estado por encima de opciones partidistas, y una acción eficaz en casos de emergencia. Nada mal, salvo que para un bonapartismo chabacano es pecado contar con una acreditación política propia y ajena a la del jefe, y más pecaminosa aún si ésta deriva de acciones sociales y de una lealtad a la Constitución. De ahí que los insultos desde la oposición transmutaran en los apapachos envenenados desde el poder.
Le cargaron a los nuevos consentidos la responsabilidad de la seguridad pública, con las manos atadas, y les endilgan cada semana funciones diversas e inconexas como si fueran comandas en fonda. Los forman en un páramo de prisión automática, colapso de policías, ausencia de la CNDH, y en ruta hacia el avasallamiento de procuradurías y conflicto con el Poder Judicial, como si los atajos en política fueran gratis. Tampoco terminarán bien los presupuestos sin controles, ni entrarle al lodazal político con los reflectores encima.
El caso es que no es un privilegio acabar de guardia pretoriana de una ambición intelectualmente acomplejada, orgullosamente vandálica, políticamente histérica. Eso no es un buen futuro para nadie, y menos para quienes tienen un prestigio. Y, sin embargo, la cúpula militar de hoy ya acusó recibo, agradecida. Por lo visto, ya había condiciones para lo que hoy se asoma: una militarización desbocada, entendida como la expansión sin freno –económica, funcional, operativa– de las Fuerzas Armadas, y un militarismo que las usa como ideología, pretexto, amenaza y escudo.
Al romper la placenta constitucional y manifestar una lealtad personal y partidista, bien podría venir una sucesión de maridajes de oportunidad, con los sinsabores propios de semejantes arreglos. Qué lástima. Pasar de una legitimidad con justicia bien valorada en términos históricos y regionales, a un trueque descarado de lisonjas y favores, tendrá sentido para ciertas proclividades, pero podría ser una estocada mortal para una República de libertades. Y marcar un tiempo en el que nunca quede claro quién guarda qué, a quién y para quién. Y es que eso de las guardias es delicado…