En América Latina y el Caribe, las dictaduras militares han tenido, históricamente, un lugar central en la vida de las naciones. La democracia liberal nunca terminó de asentarse y el fantasma del autoritarismo ha estado presente por largo tiempo, incluso en coexistencia con el ascenso de gobiernos electos en las urnas, muchos de ellos reacios a salvaguardar las instituciones -mismas que paradójicamente hicieron posible su arribo al poder. Incluso en un país como México en el que tras la revolución y luego de un conocido estire y afloja se impusieron los gobiernos civiles acotando el accionar de los militares -al menos hasta la presente administración-, la doctrina de seguridad nacional hizo de las suyas poniendo por delante la supervivencia del régimen, suprimiendo la disidencia, la libre expresión, eliminando opositores, sindicatos, luchadores sociales, activistas, etcétera, pretextando en los tiempos de la guerra fría la lucha contra la subversión y la insurgencia. Se equiparó así a la seguridad nacional con la seguridad del régimen en muchos casos con la venia y la intervención de Estados Unidos, el país que se considera excepcional entre otras razones por su sistema democrático al que ha vendido como el mejor que existe, pero que no ha vacilado en apoyar a regímenes retrógradas cuando así ha sido funcional para sus intereses instrumentales particulares.
En la cultura popular existe afortunadamente una creciente producción de películas y series abocadas a los temas descritos. Vienen a la mente, entre las más conocidas, “Perdido” (1982), de Costa-Gavras -filmada, por cierto, en México y que inaugura una narrativa sobre víctimas europeas o estadunidenses de las dictaduras latinoamericanas, en el caso de “Perdido”, ante el golpe de estado de Pinochet-; “La muerte y la doncella” (1994), de Roman Polanski; “No” (2012), de Pablo Larraín; “El clan” (2013), de Pablo Trapero; “La historia oficial” (1985) de Luis Puenzo; Garage Olimpo (1999), de Marco Bechis; Kamchatka (2002) de Marcelo Piñeyro; “El secreto de sus ojos” (2009) de Juan José Campanella; “Voces inocentes” (2004), de Luis Mandoki; “Romero” (1989) de John Duigan; “Olvidados” (2013) de Carlos Bolado; el cortometraje animado chileno “Historia de un oso” (2014), de Gabriel Osorio; “El bulto” (1991), de Gabriel Retes; “El violín” (2006), de Francisco Vargas; y la serie “Un extraño enemigo” (2018, 2022) de Gabriel Ripstein, entre muchas otras. Las calidades, recursos, narrativas y objetivos de cada uno de los productos mencionados, son diversos, pero al final ofrecen al espectador la posibilidad de pensar más allá de lo que observa a simple vista y sobre un tema o temas acerca de los que no muchos quieren saber. También constituyen apuestas en beneficio de las nuevas generaciones, dado que el olvido condena a las sociedades a repetir los errores o, como en los casos sugeridos, las atrocidades.
Argentina ha sido particularmente prolífica en la creación de producciones, muchas de ellas galardonadas, en las que se documentan algunas de las horas más oscuras de la dictadura o proceso de 1976 a 1983. Las atrocidades perpetradas en el nombre del combate a la subversión constituyeron crímenes de lesa humanidad contra miles de personas, indefensas ante la impunidad. La dictadura asesinó, torturó, vejó, violó, robó, y se apropió bebés. No sólo eso: se enfrascó en una absurda contienda armada a nivel internacional en 1982, confiando en que ello le ganaría el apoyo de la población al revindicar la pertenencia de las Islas Malvinas a la soberanía argentina. Dicha guerra que sirvió más a la Primera Ministra del Reino Unido Margaret Thatcher para afianzarse en el poder en un momento en que sus políticas eran fuertemente criticadas, tuvo un lado positivo para los argentinos: aceleró el colapso del régimen militar y la transición a la democracia.
Con la restauración de la democracia tras la llegada de Raúl Alfonsín a la presidencia (1983-1989) se inicia el tortuoso camino para llevar a juicio a los responsables de las atrocidades descritas. Es aquí donde la película Argentina 1985 (2022), de Santiago Mitre, con el siempre exquisito Ricardo Darín -a quien Quentin Tarantino considera “el Al Pacino argentino”-encarnando al fiscal Julio César Strassera se torna tan relevante. En el mundo real, Strassera recibió la encomienda de documentar los crímenes de las juntas militares, con lo que Argentina se colocó a la vanguardia en el mundo al llamar a cuentas a los sádicos militares luego de un largo interludio tras los juicios de Nuremberg y Tokio en que se procesó y sancionó con la pena de muerte, la prisión perpetua y/u otras condenas a los responsables de crímenes de lesa humanidad en países del Eje efectuados en la segunda guerra mundial. El tribunal militar de Nuremberg que sesionó desde el 20 de noviembre de 1945 hasta el 1 de octubre 1946 condenó a la pena de muerte a 12 criminales de guerra alemanes, 7 a prisión y absolvió a 3. El tribunal militar Internacional de Tokio sesionó desde el 3 de mayo de 1946 hasta el 12 de noviembre de 1948 y sancionó con la pena capital a 7 personas, 16 con prisión perpetua y a 2 con prisión.
Argentina, es sabido, recibió a unos 80 mil alemanes y austríacos tras la segunda guerra mundial, quienes escaparon tras la derrota del nazismo. Muchos llegaron como resultado de una política de Juan Domingo Perón encaminada a reclutar científicos y técnicos alemanes que pudieran ayudar al progreso económico de Argentina. Claro que muchos de ellos -alrededor de unos 19 mil- eran criminales de guerra y es difícil ignorar el caso de Adolf Eichman, quien fuera uno de los mayores instigadores del Holocausto y que residió en el país sudamericano entre 1950 y 1960 bajo el nombre de Ricardo Klement hasta que agentes de los servicios de inteligencia israelíes lo secuestraron en Buenos Aires para llevarlo a juicio en Israel, donde fue sentenciado a la horca y ejecutado en 1962.
Con todo y a pesar de lo que se podría pensar, la imagen de Argentina como un paraíso de nazis ha sido ampliamente exagerada si se considera que muchos alemanes y austríacos emigraron justamente a Estados Unidos y la Unión Soviética, contribuyendo al progreso tecnológico, bélico y aeroespacial de ambas naciones, por citar sólo algunas de las esferas más ampliamente conocidas. La conquista del espacio por parte de Washington y Moscú, por ejemplo, en lo que concierne al desarrollo de cohetes como el que diseñó Wernher Von Braun, deben mucho a los alemanes. Mediante la Operación Paperclip, Estados Unidos se anticipó a la Unión Soviética y reclutó a Von Braun, personaje clave en la llegada del hombre a la Luna -los soviéticos también querían atraparlo para integrarlo al equipo del programa espacial de la URSS desarrollado por Serguéi Koroliov. No está de más recordar, sólo para documentar la hipocresía estadunidense y soviética en lo que hace al nazismo, que el austríaco Kurt Waldheim, quien fuera Secretario General de la Organización de las Naciones Unidas entre 1972 y 1981, en su juventud fue comandante al servicio de una organización paramilitar nazi en Salónica, Grecia, entre 1942 y 1943, donde se perpetraron crímenes de lesa humanidad. Que EEUU y la URSS alegaran que desconocían el pasado nazi del señor Waldheim a la hora de votar por su elección como el funcionario de más alto nivel al frente de Naciones Unidas, es risible.
Pero volviendo al tema de las juntas militares argentinas, el nunca más devino en un mantra que al día de hoy se mantiene vigente desde aquel histórico discurso del fiscal Strassera de 1985 y que sin duda ha sido una pieza de gran valía para al desarrollo del derecho penal internacional que a su vez ha posibilitado el surgimiento de la Corte Penal Internacional en 1998. Es de destacar que Argentina, a diferencia de lo visto en países como Sudáfrica, España, Portugal, Chile, Uruguay y Brasil en que se pactó la transición a la democracia, optó por el juicio a las juntas militares y que si bien la sentencia dictada por los jueces fue muy criticada al determinar que sólo Jorge Rafael Videla y Eduardo Massera recibirían cadenas perpetuas, eximiendo en cambio a personajes como Leopoldo Fortunato Galtieri -quien gobernaba durante la Guerra de las Malvinas- y otros más que habían sido ampliamente reconocidos por las víctimas por los abusos perpetrados, sin duda es un logro enorme en materia de reivindicación de los derechos humanos y en lo que le toca al derecho consuetudinario. Tras el fin del gobierno de Alfonsín y el arribo de Carlos Saúl Menem a la presidencia argentina, la decisión de este último de indultar a los militares -no obstante que el propio Menem fue encarcelado durante las juntas militares- parecía un retroceso para la justicia argentina, si bien, los gobiernos subsecuentes se abocaron a documentar muchos más casos de atrocidades y crímenes de lesa humanidad, desarrollando juicios adicionales contra quienes resultaran responsables.
En cualquier caso, la película de Mitre describe algunos de los desafíos que Strassera enfrentó en la forma de presiones y amenazas de muerte a su persona y familia; los tiempos tan limitados que se le asignaron para generar los expedientes de las víctimas y para justificar los casos y fincar responsabilidades a los indiciados. Apoyándose en un grupo de jóvenes entusiastas que coadyuvaron a reunir la información requerida -al menos una parte- integrando cientos de expedientes para llevar por buen camino los juicios, Strassera suma su nombre a los grandes defensores de los derechos humanos, sin que ello signifique que el daño a la sociedad argentina haya sido resarcido. Pero, como se comentaba, su mayor legado es ese nunca más en un país donde, pese a sus altibajos, la democracia ha sobrevivido. Asimismo, la reivindicación del trabajo de Julio César Strassera merece mayor reconocimiento, toda vez que en estos temas y en otras latitudes hay algunos jueces de gran renombre quienes por momentos han parecido más preocupados por su imagen y prestigio particular que por impartir justicia –i. e. Baltasar Garzón.
La película de Mitre es una coproducción argentino-estadunidense que se estrenó en Amazon Prime, y ha dado ya mucho de qué hablar, no sólo por la soberbia caracterización de Darín -con quien Mitre ya había trabajado previamente en La cordillera (2017)– sino por el tema abordado y el momento en que ve la luz. Fue premiada en el festival de cine de San Sebastián y se antoja para muchos más reconocimientos.
De refilón la película permite reflexionar acerca de la actual crisis de la democracia liberal en todo el mundo y respecto a esos resquicios ante la falta de gobernanza y liderazgo que pueden aprovechar los mesías y populistas para desconocer la división de poderes, destruir las instituciones y negar la voz a las y los ciudadanos. Sin ir más lejos, hace tan sólo unas cuantas semanas, la Vicepresidenta Cristina Fernández sobrevivió a un intento de asesinato, lo cual revela el ambiente político tan enrarecido que se vive actualmente en el país sudamericano.
El rol de las fuerzas armadas en la vida de las sociedades es dinámico y cambiante, sea por el desencanto ante la percibida fallida promesa de la democracia de que los grandes problemas nacionales se resolverían con su arribo; sea por la nostalgia en algunos sectores que perciben que las dictaduras sabían cómo gobernar -que es una percepción muy extendida en diversas sociedades latinoamericanas como la chilena- o quizá sea simplemente por privilegiar ciertos intereses de la clase política. Argentina 1985 es un doloroso recuento -no tan doloroso como lo ha sido en el mundo real- sobre la impunidad y la imposibilidad de reparar el enorme daño perpetrado contra la sociedad argentina. Pero también es un mensaje que recuerda al espectador que las democracias mueren y que su lugar puede ser ocupado por oscuros intereses que atentan contra la vida misma de miles, o quizá, millones de personas. A ver sin falta.