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lunes 23 diciembre 2024

Aversión al conocimiento

por Raúl Trejo Delarbre
El pleito del presidente López Obrador con el conocimiento y la cultura resulta muy costoso para el país. El desmantelamiento de instituciones académicas que ha comenzado por la asfixia del CIDE y que amenaza a muchas más, es resultado del revanchismo y la soberbia pero, también, de la ignorancia.

Al presidente de la República la ciencia y la cultura le incomodan porque no quiere someterse a autoridad alguna, ni siquiera a la que resulta del conocimiento. Sus prejuicios serían muy graves en cualquier momento pero, en medio de la pandemia, ocasionan que la información y las decisiones sobre la infección sean insuficientes y opacas. La improvisación del gobierno cuesta y seguirá costando vidas humanas.

El presidente y algunos de los suyos exhiben un inquietante desconocimiento, en demasiados asuntos y con sobrado desparpajo. Más de mil 300 investigadores solicitaron a Morena que retire la iniciativa que acabaría con los fideicomisos de los cuales dependen docenas de instituciones y proyectos científicos y de diversa índole. La carta la suscriben destacadísmos matemáticos, físicos, biólogos, químicos, antropólogos, economistas y sociólogos y académicos de muchas otras disciplinas. López Obrador les respondió identificándolos con los “científicos” del porfiriato.

No fue una gracejada y no es sólo una anécdota. El presidente de la República, que se ufana de conocer la historia de México, hizo una comparación que no tiene sustento. Quizá cuando escuchó “científicos” alguna conexión hízole clic en la memoria y se acordó del grupo de políticos porfiristas conocido con ese nombre. “Cada vez que pueden, ahí vienen ¿quiénes apoyaron al porfiriato? Pues los científicos, así se les conocía. No todos los que se dedican a la ciencia, a la cultura, a la investigación y a la academia son gentes conscientes. Los científicos apoyaron siempre a Porfirio Díaz y al conservadurismo”.

Eso es lo malo de hablar tanto tiempo, todos los días y de tantas cosas. No obstante que dice haber leído de historia mexicana, el presidente no sabe que el grupo así denominado surgió a partir de la Unión Liberal que en 1892 apoyó la reelección de Porfirio Díaz. En aquellos años un segmento de la clase política se identificó con el positivismo que reivindicaba al conocimiento científico. Pero los llamados “científicos” no practicaban las ciencias naturales; aunque tenían formación académica, sobre todo gracias a la Escuela Nacional Preparatoria creada en 1867, casi todos eran abogados.

Justo Sierra además era escritor prolífico y en 1910 creó la Universidad Nacional. El juchiteco Rosendo Pineda era abogado (fue hijo del ingeniero francés Teófilo Delarbre pero utilizó el apellido de su madre que era más propicio para hacer política). Pablo Macedo también estudió Jurisprudencia, igual que Joaquín Diego Casasús. José Yves Limantour, abogado, se especializó en finanzas. Francisco Bulnes era ingeniero. Las profesiones de varios de ellos son rastreadas por Charles A. Hale en su libro La transformación del liberalismo en México a fines del siglo XIX. Hale demuestra, con una amplia documentación, que los llamados científicos “deben ser considerados como constitucionalistas y no sólo como defensores del régimen autoritario de Porfirio Díaz”.

El presidente López Obrador podría aprender mucho de ese espléndido texto de Charles Hale. Ojalá que no lo haya inhibido el hecho de que la edición en español de ese libro fue publicada (en 1991) por Editorial Vuelta, creada por Octavio Paz y Enrique Krauze.

La fobia irreflexiva que durante varias décadas le tuvo a Octavio Paz un segmento de las izquierdas en México todavía encuentra ecos en el actual grupo gobernante. Por eso fue significativo, aunque políticamente retorcido, un mensaje en Twitter que hace pocos días disparó el senador Martí Batres. “Nuestra obtusa derecha no tiene ideas sino intereses” dijo de repente, citando una frase de Paz, en un tuit dirigido a Enrique Krauze. El director de Letras Libres respondió que, junto a esa expresión, Paz también cuestionó la parálisis y la tradición dogmática y estalinista de la izquierda. En un siguiente tuit Batres negó que Krauze sea heredero de Paz quien, recordó, “apoyó a la República Española y repudió la matanza del 2 de octubre”.

Es curioso que el senador Batres se ponga a distribuir la herencia de Paz. Por otra parte el trabajo, los méritos y el compromiso democrático de Krauze son ampliamente conocidos y no le hace falta defensa alguna. Pero cuando Batres menciona la condena de Paz al gobierno por los asesinatos de la noche de Tlatelolco, se puede recordar que en 1968 Krauze formaba parte del movimiento estudiantil. Pocos años después, en cambio, López Obrador ingresó al PRI.

Batres empleó una frase de manera embaucadora para tratar de descalificar a Krauze. Pero que reivindique a Paz como pensador con inclinaciones de izquierda es paradójico, porque la izquierda radical se ha negado a reconocerle esa orientación. Batres tiene una trayectoria de izquierda pero está al servicio de un régimen autoritario y el presidente al que respalda promueve políticas contrapuestas con los ideales de las izquierdas y, además, profundamente antiintelectuales. La editorial del Estado mexicano es dirigida por un individuo que hace no demasiados años dijo: “No tengo ninguna empatía con Octavio Paz, al contrario. Tengo absoluto odio. Paz me parece uno de los grandes gángsters intelectuales de este país”. Esa declaración de Paco Ignacio Taibo ha sido recordada por Roger Bartra en un ensayo sobre el priismo de un sector de la izquierda.

Si de veras a Batres le interesa la obra de Paz y no solamente frases que circulan en la Red, encontraría en ella un prolífico pensamiento democrático y cierta vocación de izquierdas que no obnubiló la valiente crítica que hizo al autoritarismo incluso criminal del llamado socialismo real. En un discurso en Lima, en 1990, Paz resumió así su propia trayectoria y los requisitos de una verdadera democracia:

“Para un hombre de mi generación, nuestro siglo ha sido un largo combate intelectual y político en defensa de la libertad. Primero, en favor de la República española, abandonada por las democracias de Occidente; después, en contra del nazismo y el fascismo; más tarde, frente al estalinismo. La crítica de este último me llevó a un examen más radical y riguroso de la ideología bolchevique. Desde hace más de 30 años rompí con el marxismo-leninismo. Al mismo tiempo empecé a descubrir —mejor dicho: a redescubrir— la tradición liberal y democrática. En algún momento sentí atracción hacia el pensamiento libertario; aún lo respeto, pero mis afinidades más ciertas y profundas están con la herencia liberal. Con todos sus innegables defectos, la democracia representativa es el único régimen capaz de asegurar una convivencia civilizada, a condición de que esté acompañado por un sistema de garantías individuales y sociales y fundado en una clara división de poderes. Pienso, finalmente, que las nuevas generaciones tendrán que elaborar pronto una filosofía política que recoja la doble herencia del socialismo y el liberalismo”.

La defensa de la democracia representativa, las garantías individuales y sociales y la división de poderes, junto con la equidad que postula el socialismo, hoy nos resultan más necesarias que nunca. No es ése el rumbo por el que nos lleva el gobierno de López Obrador. Qué bueno que entre los suyos haya quienes lean a Paz. Ojalá tomen en cuenta sus lecciones.

Martí Batres conoció al ahora doctor Hugo López-Gatell en el movimiento estudiantil que hubo en la UNAM en la segunda mitad de los años 80. El hoy subsecretario era representante por la Facultad de Medicina. Su actual desempeño al frente de las acciones contra la pandemia resulta cada vez más desafortunado.

La autoridad de López-Gatell como epidemiólogo queda erosionada cada vez que supedita las evidencias médicas a las conveniencias políticas. Su oposición a las pruebas para determinar la extensión de la epidemia (en contra de las decisiones que tomaron casi todos los gobiernos), el rechazo incluso extralógico al uso de cubrebocas o declaraciones como aquella, en el ya lejano marzo, cuando dijo que “sería mejor que (el presidente) padeciera coronavirus” para que se inmunizara, son parte de una estrategia equivocada y que es comunicada con intolerancia.

La grosera respuesta que el subsecretario le dio a la senadora Alejandra Reynoso, del Partido Acción Nacional, resulta inaceptable y da cuenta de la improvisación con la que se está tratando de enfrentar la epidemia. Mientras López Obrador miente al decir que la pandemia está “domada”, López-Ga­tell oculta cifras y ofrece interpretaciones inconsistentes sobre la extensión de los contagios. La actitud de ambos reitera la aversión del gobierno por el conocimiento científico y las evidencias. Numerosos especialistas, dentro y fuera de México, alertan sobre la necesidad de que se mantenga el confinamiento de tantas personas como sea posible porque la infección no ha declinado. López y López promueven lo contrario.

La desconfianza de López Obrador por la ciencia y los expertos es proporcional a las supersticiones que forman parte de sus creencias. Hace poco recordó (ya lo había dicho el año pasado) que al inicio de su gobierno le mandó hacer “una limpia” a la silla presidencial porque alguna vez Emiliano Zapata dijo que “estaba embrujada”. Lo dice en serio. A la pandemia el presidente no puede exorcizarla pero, al negar sus dimensiones, dificulta las medidas para enfrentarla con eficacia.


Este artículo fue publicado en La Crónica de Hoy el 1 de junio de 2020, agradecemos a Raúl Trejo Delarbre su autorización para publicarlo en nuestra página.

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