La cifra estremece a cualquiera, pero corremos el riesgo de acostumbrarnos. Son 100 mil los fallecidos por Covid-19 y estamos entrando en una nueva oleada que significará restricciones, confinamiento y muchos más percances.
Los números sólo son fríos si olvidamos que cada uno de ellos fue una persona, que tuvo familiares y amigos, que dejó proyectos inconclusos y que rompió esperanzas.
Eso es lo que estremece y agravia, porque existe la sospecha de que se pudo hacer más, de que los contagios habrían sido menos sin la resistencia al uso del cubrebocas, a la aplicación de pruebas y a las labores de seguimientos para romper la ruta de las infecciones.
La pregunta es válida: ¿cuál sería el balance, en estos momentos, de haber imperado la ciencia, de decidir a partir de las evidencias?
Lo que tenemos claro es que no resultó así, porque se privilegió la política y una conveniencia mal entendida que tendrá, tarde o temprano, la fuerza y el destino de los bumeranes.
Para colmo no hay claridad ni en el desastre; todo es preliminar, por supuesto, porque a estas alturas no se tiene certeza de la realidad del impacto, aunque todos sepan que es mucho mayor que lo que se informa o proyecta.
Cuando se conoció que un nuevo virus, para el que no había cura, se había detectado en China hace casi una año, en el gobierno mexicano se optó por una suerte de negación, por un ejercicio absurdo de ignorancia disfrazada de optimismo.
Ahí cometieron el error más grave y acaso irreversible, porque nadie les pedía tranquilidad sino acción. Creyeron que la Covid-19 se podía convertir en un alto costo político y su profecía se cumplió, porque abdicaron de sus responsabilidades esperando que la tormenta amainara.
Las crisis enseñan que el daño mayor proviene de tratar de evitarlo, de no ajustar los proyectos y los planes a nuevas realidades, a coordenadas que acaso nunca se tuvieron contempladas, pero que son las que definirán los próximos años.
El subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell, ha hecho de la muerte un asunto banal, un recuento cotidiano en el que intenta rehuir las responsabilidades y, sobre todo, no importunar a la lectura paralela de realidad que impera en Palacio Nacional.
Ahora se queja, después de cientos de conferencias, de que los medios de comunicación se ocupan de los cifras y de que son alarmistas.
En algo tiene razón, hay alarma, pero por su propia actitud y no solo por la dimensión de un drama que todavía está lejos de concluir.
Después de todo, son 100 mil muertos, una marca, un tatuaje muy triste.