“Are you surprised?” fue la respuesta lúcida de una interlocutora en Instagram ante una publicación en que yuxtapuse las portadas de los principales diarios estadounidenses a las 6 de la mañana del 4 de noviembre con una fotografía de mi perro, sepultado bajo las cobijas y expresando en su rostro la angustia que embarga mi hogar y tantos en el mundo: 227 votos electorales para Joe Biden, 213 para Donald Trump, y el planeta no sólo en vilo sino mortificado ante la muy real posibilidad de otros cuatro años de un populista en la Casa Blanca.
Sorprendido no estoy –se veía venir que la elección sería cerrada– pero sí, como le respondí, predeciblemente decepcionado, oxímoron acaso hermoso para describir una situación fea, perniciosa y transnacional. Los demócratas del mundo –los estadounidenses, los venezolanos, los británicos, los brasileños, los mexicanos– sabemos que los bonos de nuestra idea de mundo llevan ya tiempo a la baja, pese a lo cual no abjuramos de nuestros principios ni perdemos la esperanza de ver restaurado un piso democrático que nos otorgue las condiciones mínimas para corregir el rumbo, para repensar el modelo.
En los últimos años han ocurrido fenómenos –el triunfo de Emmanuel Macron frente a Marine LePen en Francia fue el más descollante– lo bastante alentadores para pensar que esto es posible. Sin embargo, el factor determinante para cultivar esa esperanza ha sido –otro oxímoron, mucho menos hermoso– el Covid-19. Entre los países que peor gestión de la pandemia han tenido se cuentan cuatro –Estados Unidos, Brasil, México y el Reino Unido– que suman más de 536 mil muertos, es decir, poco más de 44 por ciento de los decesos en el mundo. Al enfrentar uno de ellos una elección presidencial en tan devastador contexto, uno imaginaría que sus electores castigarían al principal responsable de la desafortunada estrategia procurando su relevo. Aun si todavía quedan esperanzas que así sea, en el mejor de los casos será por un margen muy pequeño, y no sin conflicto poselectoral. Lo que es peor: igualmente cerradas parecen la elección para el Senado y la Cámara de Representantes estadounidenses, lo que arroja una posibilidad importante de que el contrapeso legislativo que tenga el próximo presidente sea nulo o mínimo, lo que, gane quien gane, es mala noticia.
Lecciones para México: 1) las tácticas de polarización social propias del populismo –remito a mi reseña del más reciente libro del francés Pierre Rosanvallon en este mismo sitio– permean de manera profunda: estamos ante sociedades profundamente divididas, lo que abona al éxito de los autoritarismos demagógicos al obliterar los matices en la lectura de lo público y fomentar las visiones binarias; 2) no parece la eficiencia gubernamental –incluso en un contexto de emergencia nacional– sino la narrativa emotiva lo que atrae a cuando menos la mitad de las sociedades contemporáneas, y 3) así, el perfil de los candidatos de oposición democrática se antoja un asunto de extrema importancia.
Lo decían ayer Carlos Loret de Mola y Jesús Silva-Herzog Márquez en la cobertura de LatinUs: Biden a nadie emociona. Y no sólo por su estilo personal –tímido, dubitativo, poco capaz de conexión emocional– sino por su esencia misma: hombre, blanco, viejo, centrista, miembro del establishment, no constituye un vehículo para la representación –y aquí regreso a Rosanvallon– en el escenario público de la mayoría de los electores de un país en que 87 por ciento de la población tiene menos de 65 años, 40 por ciento no es de origen caucásico y más de 50 por ciento no se identifica como hombre.
En lo que aguantamos la respiración por lo que sucede en Estados Unidos, bien haríamos no sólo en perseverar y en profundizar sino en dinamizar nuestra reflexión y nuestra acción sobre lo que ha de pasar en México en menos de un año, y después en tres. La decepción predecible es cosa fea en tanto espectadores; en tanto ciudadanos involucrados podría significar el último clavo en el ataúd de nuestra democracia.
Instagram: nicolasalvaradolector