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miércoles 18 septiembre 2024

“Beatriz Gutiérrez, la feminista del silencio”

por Marco Levario Turcott

Beatriz recorre todas las noches los mismos pasillos del poder que alguna vez la vieron llegar resuelta y feliz. Pero ahora lo hace como una sombra dibujada por su propia cobardía, contando los días que faltan para salir del limbo entre lo que es y lo que ella hubiera querido que fuera.

Alguna vez, esa mujer simbolizó vitalidad y alegría. Delgada, de cabello castaño claro y ojos marrón, hace poco más de veinte años tecleaba sus notas en la redacción de un diario importante, en donde también hacía sus guiones para intervenir en la radio. Tiene la voz de terciopelo. Además escribía libros, ninguno de gran calado pero todos reflejan constancia y disciplina igual que su trabajo periodístico. Ahora, en los recovecos de aquel palacio siente su sonrisa desvanecida y sus facciones endurecidas, como si la vida le estuviera cobrando las decisiones que ella eludió. Su expresión es taciturna y ambivalente, como si sonriera aunque en realidad estuviera conteniendo el llanto.

En su juventud, Beatriz Gutiérrez fue una mujer de espíritu rebelde. Acompañaba en los eventos a quien luego sería presidente de México, haciendo señas obscenas con la misma audacia que mostraba su carácter indomable. Esa chispa la condujo a una vida que jamás imaginó: ser la primera dama de un país. Aunque en un principio declaró que no deseaba ese papel pues no debían existir mujeres de primera y de segunda, pronto la sedujeron las mieles del poder y el reconocimiento público como académica y escritora.

Pero la felicidad siempre es fugaz. El hijo de “La no primera dama”, Jesús Ernesto, nacido del amor con su esposo, fue víctima de burlas implacables de parte de los sectores más primitivos de la oposición. “Con los niños no”, dijo Beatriz. Tenía razón, la tendrá siempre. El problema es que los discursos de su marido eran gasolina para la sevicia. El presidente aleccionaba contra la comida chatarra mientras se difundían fotos donde la obesidad de Jesús era ostensible, o aludía a los privilegios de antes cuando su vástago disfrutaba de privilegios con buenas vacunas y la mejor atención hasta ser percibido como “El primer niño del país”. A eso había que agregar actitudes de Jesús que, ya en la adolescencia, a ritmo de perreo, contradecían la doble moral del presidente. En algunos de los grandes eventos a los que asistió como parte de los privilegios de ser hijo del presidente se le veía sin contención gastronómica, fumando y con una boca que haría sonrojar a cualquier perico de barcos piratas.

La salud de su hijo se volvió la obsesión de Beatriz. Es más que entendible. Y eso la distanció de su esposo. Además, sus pleitos con los hijos mayores del presidente eran cada vez más desgastantes. Pero sobre todo su marido, absorbido por su egolatría, la ignoró a un papel decorativo. La tristeza de Beatriz no se limitó a los confines de la familia. Conocía los atropellos del gobierno contra las mujeres pero guardó silencio. Ahora, su alma se quiebra más cada día mientras ella imagina lo que podría haber sido si hubiera hablado, si hubiera usado su plataforma para luchar por las injusticias que conocía de primera mano. Su mente era un torbellino de pesadillas en las que se veía a sí misma como madre soltera a quien el gobierno le había arrebatado las guarderías, o como una paciente con cáncer a la que le negaban medicamentos. Incluso en sus sueños veía a su esposo robándole protagonismo en su propio cumpleaños, y esa fue la última humillación en una larga serie de desprecios.

Beatriz está confinada en una vida que ya no le pertenece, como el Penacho de Moctezuma. Por eso volvió a escribir un libro con el que intentó reconciliarse consigo misma, aunque es consciente de la contradicción que implica abogar por los derechos de las mujeres mientras calla ante los abusos. A pesar de ello, escribir se convirtió en un acto de resistencia, un último intento de redimir su voz apagada por años de sumisión y tristeza.

(Ficción)

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