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jueves 26 diciembre 2024

Berenjenas Leonardo

por Juan Villoro

He conocido a tres personas que asociaron su vida con la violencia: un terrorista, un espía de renombre internacional y un aeropirata. ¿Qué tenían en común? Me apresuro a decirlo: eran amabilísimos. No necesitaban agredir en el trato cotidiano porque ya lo habían hecho en otro sitio. La contradictoria naturaleza humana exige compensaciones; unos hacen yoga para soportar la oficina y otros ponen bombas para estar tranquilos.

Comenté esto en la cena que cada fin de año organiza mi amigo Fermín. Como los demás invitados eran inteligentes, se me echaron encima: “Ahora resulta que para ser educado hay que secuestrar a alguien”, comentó el amigo que siempre encuentra incongruencias en mis artículos.

Me sentí tan acorralado que respondí con la frase del mexicano que habla sin compromiso: “Yo sólo digo”.

Ni siquiera se interesaron en saber cómo había conocido a esos personajes (tal vez porque ya lo había dicho en otras cenas). Además, en ese momento llegó la comida.

En casa de Fermín el platillo principal puede cambiar, pero la entrada es la misma: berenjenas rellenas. Fermín ha dado celebridad a una verdura ninguneada en México. Según cuenta, consiguió en Florencia una receta atribuida a Leonardo da Vinci.

La conversación es un arte que se improvisa. Mi comentario sobre los actos violentos de personas cordiales fue rechazado como una aberración, pero permitió que nuestra amiga Norma le diera otro significado. En su condición de psicoanalista habló de ciertos criminales que conviven apaciblemente con su familia. Los psicópatas pueden actuar con duplicidad. Muy distinto es el caso de quien comete un delito, se arrepiente y enmienda su vida. “La terapia sirve para eso”, añadió. El bien y el mal simultáneos son una patología; el bien después del mal es una redención.

Comprendí que, en efecto, el terrorista y el aeropirata que conocí eran personas arrepentidas (habían cambiado la pólvora por el mundo editorial). Sólo el espía actuaba con dobleces, lo cual definía su profesión.

Afecto a las paradojas, Fermín dijo que algunas conductas ejemplares provienen de repudiar pecados previos. Puso de ejemplo a San Pablo, San Agustín y a un conocido de cuya redención no estamos seguros.

Entonces, el amigo que descubre mis inconsistencias reforzó la argumentación de Norma. Habló de la muerte de un hombre bueno. Su nombre era Thomas Randele. Vivía en las afueras de Boston, sus vecinos apreciaban su calidez, su familia lo adoraba y sus compañeros de golf decían que jamás hacía trampa. Ya agonizante, decidió revelar un secreto que había guardado durante medio siglo. Su verdadero nombre era Ted Conrad. En 1969 había asaltado el banco Society National de Cleveland, haciéndose de un botín de 215 mil dólares (1.6 millones de hoy). El golpe coincidió con el alunizaje del Apolo XI, de modo que los medios apenas se ocuparon del asunto. La única persona interesada en seguirlo fue el alguacil John Elliott, que vivía en el mismo barrio de Cleveland que Conrad. Durante cincuenta años, buscó al fugitivo; murió en 2020, sin saber que un año después Conrad revelaría su identidad.

La conducta ética de Thomas Randele fue un dilatado acto de reparación; su honradez derivaba de un error lejano. ¿Por qué no se fue a la tumba con su secreto? Norma tenía la respuesta: “Necesitaba expiar su culpa”.

Entonces ocurrió algo sorprendente. Fermín se llevó la mano al pecho y exclamó: “¡Nunca he cocinado una sola berenjena!, ¡las compro en un restaurante italiano!”. Al decir esto pareció más delgado. Luego nos interrogó con la mirada. ¿Lo seguíamos queriendo aunque no fuera el autor del guiso que tanto le pedíamos?

“No te preocupes, ya lo sabíamos”, dijo Norma, y habló del restaurante donde esas berenjenas reciben otro nombre.

Los demás también estaban al tanto. Al fin liberado, Fermín se conmovió ante la piadosa recepción que había tenido su engaño. Cuando todos mienten, se comparte una verdad.

Por lo visto, yo era el único que lo admiraba como creador de las Berenjenas Leonardo.

“¿También tú sabías?”, me preguntó al despedirnos.

Habíamos hablado de psicópatas, santos que sustentan su bondad en un pecado remoto, un engaño compartido y un guiso de berenjenas. Lo dicho: la conversación es un arte que se improvisa.

Además, San Agustín y el asaltabancos se habían redimido.

¿Qué podía responder? A veces la sinceridad depende del afecto:

 “Lo sabía”, contesté.


Este artículo fue publicado en Reforma el 31 de diciembre de 2021. Agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.

Autor

  • Juan Villoro

    Escritor, autor de "El Testigo". Ganador del Premio Herralde de Novela 2004 y del Premio Rey de España por su texto "La Alfombra Roja, el imperio del narcotráfico".

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