Hoy me hizo llegar una amiga un meme, acompañado de la palabra “Tú”. En él se ve a un hombre huir a toda prisa por un pasillo y una ominosa silueta avanzar a literales saltos hacia él; el perseguidor es “la vacuna del covid”, el perseguido “yo sin querer socializar de nuevo”. Me reí, lo festejé, lo compartí con mi primo más querido, el que se empeña en decirme que “hay un mundo allá afuera” mientras me cuenta de sus comidas de negocios, cenas románticas y viajes con amigos y (otros) familiares. Les asiste un poco de razón. Pero muy poco.
Comencemos por lo que a mí toca: hace ya tiempo que no me gustan las reuniones de más de tres personas, cierto. Pero sí que me gusta salir a comer con mi mujer, con mi madre o con hasta dos amigos. Lo que es más, solía disfrutar los restaurantes y los bares, los museos y las tiendas, los cafés. Sin embargo –y aquí tengo una ventaja comparativa–, no los extraño de manera activa, como no extraño de manera activa, digamos, la sastrería Knize en Viena o la Rothko Chapel de Houston, experiencias que he vivido y disfrutado, que acaso me gustaría repetir si la vida me da oportunidad, pero en las que no pienso, conforme como estoy con mi rutina en casa con mi computadora y mi mujer, y con salir a pasear al perro todos los días. Nomás.
Desde el 16 de marzo he variado esa rutina menos veces de las que pueden contarse con los dedos de las manos: para un par de asuntos de trabajo ineludibles; para velar a mi suegra y a mi abuela, muertas durante la pandemia pero no a causa de ella; para acompañar a mi tía en el hospital y después en su sepelio –tampoco Covid: una embolia–; para ver a alguna amistad en el parque. Mi regla es sencilla: no me quito el cubrebocas, a no ser en casa, bajo circunstancia alguna. Lo que significa no restaurantes, no bares, no cafés. Ni en terraza. Y, desde luego, no asistir a reuniones en casa de nadie.
El Covid ha sido clemente con mi entorno cercano: mi primo –el de la agitada vida social– y dos amigas lo han padecido con síntomas nulos o leves, mi hermano y mi sobrino con síntomas crueles pero al fin pasajeros. Pero han muerto de Covid otros a los que conocí, y los al menos 103 mil muertos acumulados en el país no se me quitan de la cabeza. Puedo darme el lujo –y lo es, lo sé– de trabajar desde casa; ¿para qué arriesgar? Cierto es que sabemos poco de la enfermedad, que puede ser asintomática o cruenta o mortal, pero prefiero no someterme a tal lotería en carne propia.
Por eso me preocupa que tantos en mi misma situación se expongan por nada: cenita por aquí, comidita por acá, minutos compartidos con otros sin cubrebocas y llega el contagio, con consecuencias que no hay manera de anticipar. De ahí que el ejercicio desarrollado en días recientes por la académica y periodista Gabriela Warkentin me parezca tan loable: narrar en un podcast publicado en el sitio de El País su experiencia del Covid, adicionada con testimonios breves de otros que se contagiaron
El podcast vale, de entrada, porque la de Warkentin es una de las buenas plumas del periodismo narrativo mexicano –su stream of conciousness sobre lo que pasa por la cabeza de alguien que sospecha haberse contagiado es inolvidable– y porque, gente de radio, lo lee bien. Pero lo más importante es lo que logra, y que resulta de quién lo narra: Warkentin es disciplinada y responsable, no hace vida social, no sale sin cubrebocas, no se expone. Salvo esa única vez en que accedió a participar en un programa televisivo en foro –otro riesgo innecesario en tiempos de la hegemonía del Zoom– y que le valió un contagio con síntomas que describe –otra vez con pluma poderosa– no sólo aciagos sino (aquí la lectura es mía) inesperados en alguien de su edad y condición física.
Warkentin fue mi maestra. He dicho muchas veces que fue ella quien me enseñó a pensar. Corrijo: con ese trabajo nos enseña a pensar a todos. Y cuando más lo necesitamos.
Instagram: nicolasalvaradolector