Brozo es un digno heredero de la carpa mexicana: pertenece al linaje de los cómicos de la broza, o sea, de los despojos sociales y las miasmas de la provincia disuelta en el progreso. Es uno de esos actores que, como “Mamerto”, estelarizado por José Medel, representó al pueblo de los años 30 del siglo XX, o como Mario Moreno, “Cantinflas”, que desde las calles de Santa María la Ribera del Distrito Federal caracterizó al “peladito” mucho antes de volverse predicador y líder sindical.
Brozo nació en medio del hambre y la violencia, en Santa Martha Acatitla, junto a ñeros, arrabaleros, cacos y hurgamanderas. A diferencia de lo que nuestros hermanos mayores decían de nosotros, el sí fue encontrado en la basura.
Es uno de esos actores de circo de finales del siglo XIX, pero él no fue esmerilado en la tradición latina y la sonrisa pueril, sino en las carpas que ríen del poderoso. Pulsando el rudo estilete de la lengua, su consigna ha sido siempre: frente a la opresión, la burla. Es el de la voz estentórea que, al lado de la damisela de escaso atuendo, alentó el albur y el que reproducía el sarcasmo aprendido de Fernández de Lizardi contra la tiranía.
Digan ustedes si su peluca verde no remite al Periquillo, pícaro, pillo y lépero, tan distinto de Pedro Sarmiento o de cualquier otro hombre serio y formal como Víctor Trujillo. Quizá por eso (ahora mismo estoy dándome cuenta) Brozo inició su andar en estos muladares, dirigiéndose a escuincles sarnosos —o sarmientos, que es lo mismo. Estoy hablando de la segunda mitad de los años 80 del siglo pasado y de la televisión, no del teatro.
Brozo es el payaso tenebroso, el más esponjoso y ponzoñoso; vio la luz en Iztapalapa, como Adalberto Martínez, “Resortes”, la vio en Tepito, o “el Harapos”, Mario García, en algún otro lugar así de miserable. Pero como los hombres recios no saben bailar ni actuar, a Brozo le dio por la sátira política, que extrajo la carpa de la obra fraguada entre “el Pensador Mexicano” y Francisco Zarco, por citar a dos exponentes de la literatura, la comedia y el periodismo.
Al principio le gustaba el tlachique y el alcohol, estuvo más cerca de Emilia Trujillo, “la Trujis”, quien fue la primera en estelarizar en el templete a una borrachita, y de Delia Magaña y Amelia Wilhelmy, famosas como “la Guayaba” y “la Tostada” en las cintas Nosotros los pobres y Ustedes los ricos, de Ismael Rodríguez. Luego retrató a los cábulas de la gran urbe, puro material de reclusorio, decía, burlándose de la propia desgracia, así como en el teatro de variedades de los años 30 y 40 hizo Roberto “el Panzón” Soto, el mismo que debutó a Meche Barba, la gran bailarina exótica que inició su carrera a los seis años de edad.
“El Panzón” Soto fue un maestro de la parodia y el sarcasmo políticos que, además, se burlaba del público.
Los olvidados
En ese periodo Brozo recogió las historias de los relegados, como hizo Luis Buñuel en la película Los olvidados en 1950, aunque sin el crudo retrato del homicidio y el realismo de la supervivencia. Brozo narró con humor las peripecias de otro tipo de Jaibo, al conde Crápula (Adán Augusto López aún era un desconocido), otro barbaján surgido en el Peñón de los Baños, los trajines de vagos sin oficio ni beneficio (a quienes ahora se les llama “personas en situación de calle”) y de otros personajes de la ciudad, como “Hotelo”, quien, en la colonia Obrera, se metió en líos con el carnicero porque creyó que él y su novia Ramona habían hecho el “prau, prau” a sus espaldas.
El payaso lujurioso es uno de los primeros comediantes en hacer alusión a las relaciones sexuales en la televisión. En la película Baile mi rey (1951), “Resortes” le llama “Firulais” a Conchita (Silvia Derbez); más de 70 años después, sólo un maje podría criticar al histrión por eso. Se entiende: las palabras son hijas del tiempo. Lo mismo sucedería con quien hablara de la “cosificación de la mujer” por las piernas traviesas de Meche Barba o de las artistas que sufrieron la censura.
Por otro lado: ya dije que “el Panzón” Soto y “Resortes”, con su estilo demótico, chotearon al público, igual que Brozo cuando le llamó “perrada” décadas después. La gente entendió: ningún zolocho brincó al estrado para lavar la afrenta… hasta que la efervescencia populista sí cuestionó a Brozo.
Fue una manada; pero sus ladridos, irónicamente, dieron la razón al payaso: provino de la “perrada” que agradeció al amo, Andrés Manuel López Obrador, por llamarle “solovinos” a sus integrantes desde 2016. Más aún: fue la misma recua a la que, ya siendo presidente, López Obrador les dijo “solovinos” y “mascotas” porque son como fieles animales a los que debe acercárseles comida.
Hijos del cambio y la maldita vecindad
Brozo nació a los 27 años de edad. Es contemporáneo de la sociedad que, en 1985, rebasó la ineficacia del gobierno frente al terremoto del 19 de septiembre; de los estudiantes que salieron a las calles contra las decisiones autoritarias de la UNAM; de las pandillas de las barrancas de Tacubaya y Cuajimalpa; de los votantes que, en 1988, impetuosos y resueltos, acotaron al presidente y al PRI que soportaba al régimen autoritario.
La Caravana de Brozo en la televisión fue similar a aquella en la que participó Topillo Tapas a ras de tierra en los años 40: fue la decisión de ponerle humor y algo de canto a la adversidad. Al finalizar los años 90, por ejemplo, se avistó la alternancia en la Presidencia de la República por primera vez en la historia de México, el payaso alternó con Alex Lora para rockear “Muchacho chicho”. Ya no lo hicieron en sitios clandestinos donde tocó Three Souls in My Mind, sino a los cuatro vientos: “Soy el muchacho chicho/ de la película gacha./ Me como la lumbre a puños/ y a ustedes les doy la bacha”.
“Topillo” representó al mexicano tramposo que así responde a la proverbial distancia del rico, el “junior” o “fifí”, como se le llamó a los adinerados durante el Porfiriato, tan impregnado de léxico francés (fifille significa niña). Después “Topillo” sería “Tin Tan”, quien haría de la concupiscencia, el baile y, a veces, la elegancia, una de las eras más acaudaladas de la comicidad en México. Al respecto, otra vez: sólo el más ñiriñaque podría objetar a Germán Valdés, “Tin Tan”, por los elencos femeninos de los que se rodeó para sus filmes o santiguarse al mirar la voluptuosidad de Rosita Quintana y Ana Bertha Lepe entre decenas de mujeres hermosas —por cierto, es imposible disociar rodajes como Simbad el mareado, Tintansón Crusoe y Tin Tan, el hombre mono, de los cuentos de Brozo: “Sin bat el marino”, “Roberton Cruzón” y “Tarzán de los monos”, entre muchos otros.
La Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio también nació con el sismo de 1985 y vio la cima en el movimiento estudiantil de 1986. Brozo y esa banda honraron a las clases más bajas que moran en las vecindades y, entre esas, a los más relegados del quinto patio (“Por vivir en quinto patio/ desprecian mis besos”, cantó Luis Arcaraz en 1951). Ambos reconocieron a “Tin Tan” a un egregio vocero de los arrinconados de siempre: “Pachuco” y “Los agachados” son la prueba de ello. También lo es el chaqué derruido, en el caso de Brozo, que recuerda a Chaplin y, sobre todo, a Germán Valdés cuando bailó a Benny Moré en El revoltoso con el chaqué intachable, pero como un impostor porque en realidad era bolero.
Brozo fue, y en más de un sentido sigue siendo, el alter ego de una generación, no solamente de quien se enfunda la peluca y el traje. Víctor Trujillo vivió la última etapa de los cabarets del Distrito Federal, hizo imitaciones y, en el Mink, vio a la deslumbrante bailarina Noelia Noel, compañera inseparable de Santo en distintas aventuras. Por eso Brozo también es la fiesta, el sortilegio del deshabillé y el regodeo de la desgracia. Es también el embrujo de chorros de champaña que empapa al antojo y simboliza “lo siempre ajeno, lo nunca nuestro”, como advirtieron los jóvenes universitarios.
Cambia, todo cambia
José Medel saltó al celuloide en La vida inútil de Pito Pérez (1944), que comprende las desdichas de un antihéroe borracho y vagabundo. Desde mediados de los años 90, Brozo fue abandonando al antihéroe briago y vago que había sido; en la radio y la televisión se alejó del “Periquillo Sarniento”, “Tin Tan” y la carpa de variedades, aunque no del todo. Aun en Televisa, en 2002, persistieron el doble sentido, la evocación a Baco y las mujeres de escasas prendas, pero se abría paso el sarcasmo.
Brozo enfiló al periodismo de Fernández de Lizardi y Francisco Zarco, quien alguna vez escribió: “Si a veces empleaba locuciones que parecen triviales, lo hacía con el fin de ser perfectamente comprendido de las masas, de las clases del pueblo, y descendía, por decirlo así, abandonando las pretensiones literarias con la mira de ilustrar el espíritu del pueblo”.
Los tiempos habían cambiado: el lenguaje por ejemplo. Los vagos dejaron de ser vagos, pero no por un tránsito de cierta economía boyante, sino por cambios en la lengua, a la que se le pusieron pelos. Incluso los vocablos emergentes fueron una especie de sortilegio para que esas criaturas se multiplicaran en las calles del país. Los viejos o rucos rejuvenecieron como “adultos mayores”; los mudos, ciegos, sordos o tullidos fueron convertidos milagrosamente en “personas con capacidades distintas” y las “pelanduscas” o “rameras” cobraron el flamante estatus de “trabajadoras sexuales”. Jamás “putas”, nunca “vejestorios”, ni “negros” o “andrajosos”.
El frenesí políticamente correcto surgió de edulcorar la realidad ante la impotencia de modificarla y ante el rechazo de reírse de ella. Porque también se fue diluyendo ese tipo de humor para ser sustituido con catecismos cívicos que, sin embargo, ocultan el clasismo, la homofobia y la discriminación que subyace en la hipocresía social en donde el “puto” sigue siendo “puto” y el “naco” un indio como Tizoc. Mientras el proceso continúa su gestación, las muchachonas, el enano “Tun Tun” y el negro “Zamorita” podrían revolcarse en su tumba si así les placiera, al lado de la señora de los hot cakes, el pastel Negrito y Memín Pinguín, que ahora se considera discriminatorio. Nosotros, a su lado, en este mismo instante, podríamos entonar con Toña “la Negra”: “Canto a la raza/ raza de bronce/ que el sol quemó,/ a los que sufren/ a los que lloran/ a los que esperan…”.
Al comenzar el siglo XXI arreciaron los años de ruido y furia, del resentimiento y los complejos, todo contra quienes infringieran los dictados de las buenas conciencias que, como en los tiempos de la Liga de la Decencia de los años 50 mexicanos, pusieron la cruz frente a cualquier gesticulación disidente del buen comportamiento. Esta vez la censura provino de los autoproclamados “progresistas”. Ante eso, era inminente que Brozo sería un comediante en situación de calle, pero se reinventó: aún con atisbos del payaso más coqueto y juguetón, subió a la tribuna y resaltó la vena que tenía cuando acompañó a los más jodidos, pero en este ciclo apelando a la ironía y la crítica frontal al poder.
Para ello, Brozo miró otra vez sus raíces y remembró a Jesús Martínez, “Palillo”, el rey de la carpa, quien fue preso seis veces por el régimen priista. Agarren a López por pillo fue una de las obras que mayor hilaridad suscitó a finales de los años 80. Brozo, por su parte, dirigió la mirada a los presidentes Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto; a los tres los trató igual: mal. Hizo escarnio de su ineficacia y su corrupción porque, como él afirmó, entre el poder y la gente, él se situaría siempre entre la gente. En ese tiempo, el payaso lujurioso fue aplaudido por legiones de simpatizantes de la sedicente “izquierda”.
Pero la juerga justiciera terminaría: Brozo pronto sería víctima de la moderna inquisición, cuya identidad es cubierta con la capucha del populismo y el cadalso popular. “Si tocas la Reata sentirás la patria”, acuñó alegre Brozo ante la grabadora de Playboy en 2010. ¿Quién es “la Reata”? Es la huella indeleble de la parranda de los años 80, un vestigio del México nocturno de los de abrigo y gabardina, el ornato del bienestar anunciado por el oficialismo nacionalista, el trofeo del éxito y símbolo del poder: una desaforada beldad de Venus que en cada hija le concedió al afortunado, una cría de la decadencia del vodevil, el musgo húmedo de la oquedad, el tributo al deseo. También es el culo portentoso admirado entre las mallas transparentes de Mimí Derba —aplaudida también por sus diatribas contra Victoriano Huerta— y la espalda baja de María Victoria, además de otras nalgas iguales, las del espectáculo y el chacoteo, anónimas como “la Reata”, veneradas nada más por sus ondulaciones. No exagero: en la primavera de 2023 “la Reata” reveló que era bailarina en un table dance y que su vida mejoró al integrarse a El mañanero, programa conducido por Brozo en Televisa.
Ella es argentina; se llama Ingrid Brans, tiene 38 años y en su juventud, en una Navidad, ganó 250 mil pesos bailando. Dos años antes, la dama elogió a Víctor Trujillo, a quien llamó “chingón” y “maestro de la sátira”, entre otras cualidades que la enorgullecían de haber trabajado con él. Pero nada amainó la tormenta desatada contra Brozo. El chaparrón se halla en el proverbial fariseísmo del mexicano promedio y las órdenes del oficialismo que, en las redes sociales y en los medios de comunicación tradicionales, lo patrocinó.
Brozo simpatizó con Andrés Manuel López Obrador, junto a 30 millones de votantes. Corrigió casi de inmediato al percatarse de lo que eso representaba para el país y cuestionó, como era su costumbre. Pero la atmósfera era otra: él era un desecho de la “cuarta transformación” encabezada por el presidente, y la advertencia fue clara desde 2018: la patria era él, y si lo tocabas enfrentarías a la reata, una que podría ser tan larga, dura y venenosa —o venosa— como fuera su mordacidad. Brozo había dejado de ser funcional para los seguidores del nuevo régimen y también para los medios; entonces volvió a asumir el desafío de la libertad.
*Extracto de otro libro que el autor está preparando. Verá la luz en el primer semestre de 2025 con el título Las víctimas de la 4T.