En algún momento de nuestra vida todos hemos sentido odio, esa maligna emoción que nos hace querer destruir al otro y que nos destruye más a nosotros mismos. En un mundo imaginario, irreal y maduro. los humanos deberíamos de ser capaces de resistir sin odio y combatir sin venganza, con la fuerza moral de la que todos podemos ser capaces sin llegar a la destrucción del adversario y usando la mejor de las armas: la palabra.
La no-violencia es sin duda muestra de lo mejor de lo humano, es la actuación suprema de la corteza sobre el cerebro emocional y reptiliano: inhibir, controlar, limitar. Hombres y mujeres podemos ser capaces de ello, pero… ¿por qué no todos y por qué no siempre?, ¿qué sabemos de la preferencia de algunos por la violencia?
El tema desde siempre me ha parecido interesante, pero en un mundo donde los populismos han sembrado la polarización y buena parte de la humanidad está supuestamente dividida entre buenos y malos, creo que vale la pena la reflexión.
El odio generalmente se expresa en una serie de conductas contra los supuestos enemigos que incluyen el homicidio, el asalto, el acoso, el desprecio, la discriminación o la violación. Esta definición, claro, ha variado en el tiempo y en las diferentes culturas. El sacrificio humano, el infanticidio o la tortura fueron (y desafortunadamente aún son) terribles conductas aceptadas e incluso promovidas en algún momento por ciertos grupos humanos. Las preguntas detrás estas acciones son muchas y todas preocupantes: ¿es la violencia innata?, ¿todos los seres vivos somos agresivos?, ¿nacemos así?, ¿hay unos humanos mas antisociales que otros o es tan solo cosa de que “nos lleguen al precio”?
Estos cuestionamientos no son sencillos de responder, a pesar de que la historia humana es la historia de la violencia seguimos debatiendo el tema, estudiando y tratando de conocernos.
Lo que sí sabemos es que cuando se promueve y refuerza la división entre grupos humanos, se está cultivando la violencia y eso es y siempre ha sido muy peligroso.
Vale la pena precisar que no todos los liderazgos que promueven la polarización, incluso los que favorecen el delito o la discriminación como muchos tiranos lo hacen, no es por que están enfermos o tienen algún daño psicológico, ni tienen necesariamente personalidad psicopática o antisocial.
Hay personas que simplemente son malvadas, ególatras, narcisistas, ambiciosas, para decirlo en una sola palabra: cabronas.
Aducir trastornos mentales para explicar el genocidio de Hitler o las torturas del gobierno de Maduro, es uno de los recursos más usados en la defensa de muchos criminales o dictadorzuelos para aminorar sus sentencias. La diferencia entre un perturbado y un criminal es una delgada línea que aún no sabemos bien a bien como precisar en psicología, pero de que la hay… la hay.
Afirmar que la violencia física o mental, o el crimen se derivan de una categoría psicopatológica, no vale para todos los casos. La sutil distancia entre el “mal” en estado puro (en el sentido que no está generado por alguna alteración neuropsicológica) y la enfermedad mental es algo no suficientemente estudiado, aunque hemos avanzado en ello a lo largo del siglo XX y del actual.
Con los años y después de estudiar el tema, la conclusión que quiero compartir hoy con ustedes es que el bullying, este tipo específico de conducta agresiva, de odio dirigido, cuya finalidad es herir, atacar, o humillar al otro lo emplean cada vez con mayor entusiasmo los demagogos populistas. Este patrón se presenta de manera repetitiva y se da entre una persona o grupo de personas que lastiman a otras menos poderosas o débiles. Siempre el bullying, entre niños o entre adultos, es un juego de poder.
La diferencia de “poder”, entre uno y otro, puede ser del orden físico o psicológico e incluye diversas conductas agresivas contra el indefenso como el ataque físico o emocional, la exclusión, el acoso, la discriminación, la exhibición, la burla, y la descalificación verbal, real o virtual. O sea, exactamente lo que sucede todos los días en la mal llamada mañanera. Abuso de poder… que dolorosa conclusión: tenemos un presidente buleador.