Las personas dedicadas a la cultura en México han sido agraviadas. Varios grupos se habían reunido en 32 ocasiones con representantes de la secretaría de cultura. Los temas eran de la mayor trascendencia: la seguridad social de artistas y gestores culturales, la posibilidad de generación de un patrimonio personal y la garantía de una jubilación suficiente. A esto se sumó, por la pandemia, la ruina de muchos. Se pronunció, sin exagerar, la palabra “hambre”, pues no se resuelve algo tan simple como no demorar pagos por muchos meses. Y a pesar de lo delicado del diálogo se reveló que la parte gubernamental no buscaba siquiera escuchar.
El 2 de diciembre, en una reunión por Zoom entre burócratas de la secretaría y representantes de 11 colectivos, una de las personas del gobierno cometió una torpeza: compartió en pantalla la conversación paralela que mantenían los burócratas en WhatsApp, en un intercambio llamado “Desactivación colectivos”. Eran personajes con diferentes puestos, algunos de alto nivel. Se decían frases como: “No vamos a seguir negociando nada”, “Ya me desconocieron como interlocutor”, y “¿Las grabaciones se pueden entregar con un compromiso por parte de ellos de no divulgar?”. Son enunciados del pequeño poder y de la lógica burocrática que se resume en el verbo “desactivar”, el delirio de que las demandas desaparecerían como al oprimir un botón de apagado.
Posteriormente, desde la secretaría se ha hablado de “apercibimientos”, de dos personas cesadas y se intentó retomar la negociación con un nuevo equipo gubernamental. A su vez, los interlocutores afectados se han expresado en una conferencia de prensa como #ActivacionDeColectivos. Es probable que otros grupos se les unan y convendría extender la participación a creadores individuales. Es difícil no simpatizar con los agraviados por una sencilla razón: la actividad artística depende de ellos y de los actores no agrupados del sector, no de un mastodonte burocrático.
Lo sustancial de la situación puede verse de otra manera. Suponer que la secretaría de cultura deba resolver las pensiones de los artistas, igual que otras de las demandas, implica pensar al gobierno como empleador permanente. El desafío de la seguridad social no es exclusivo del sector cultural. En México nunca existió un Estado de bienestar que garantizara jubilaciones suficientes a la mayoría de sus ciudadanos. En países con economías capitalistas funcionales —como Dinamarca—, que se acercaron a los Estados de bienestar plenos, se encontró que a mediano y largo plazo eran incosteables. Sin embargo, el esquema mexicano actual tampoco resuelve el reto. Una posición crítica, ocupada en este asunto, tendría que ir más allá de un fantasioso regreso a un pasado que nunca existió en México y tiene que abandonar la suposición de presupuestos mágicos. La respuesta requiere imaginación y rigor intelectual.
En redes sociales se ha descrito el incidente de la “Desactivación” como “vergonzoso” y se piden despidos e inhabilitaciones. En contextos extranjeros que cuentan con tradición de funcionarios especializados y comprometidos con sus tareas, lo procedente sería la renuncia responsable. Esto no ocurrirá ni procederá la solicitud de dimisión de la secretaria del ramo. Esperarlo se parece demasiado a desear que, azarosamente, el nuevo encargado sea virtuoso, “que salga bueno”, en vez de corregir de raíz. Enfrascarse en esto puede ser improductivo porque el obstáculo central no son los encargados actuales. Si se trata de promover la cultura libre, se llame consejo o secretaría, el problema es el ministerio de cultura.
Hay cuando menos una alternativa para reparar lo que no funciona: eliminarlo. Esto requiere escapar de argumentos simplistas: no es que el ministerio de cultura mexicano no tuviera logros: hizo mucho, sobre todo en ciertas etapas. Algunos de sus anteriores encargados son altamente reconocidos y apreciados. Pero existen otras posibilidades. En 1975, Gabriel Zaid propuso un Fondo de las Artes para el que describía formas de operación, enfatizaba su autonomía respecto al aparato gubernamental y establecía que su papel fuese estrictamente subsidiar actividades artísticas. Detectaba entonces, más de una década antes de la creación del Conaculta, que “la burocracia estrangula al arte” y sugería “menos empleados y más artistas”.
Zaid mencionaba la deducibilidad de impuestos para que el sector privado financiase proyectos, sabía que era imperativo desarrollar públicos y, con realismo, suponía que el dinero del Fondo sería gubernamental. Hoy debemos pensar en la prolongada tarea de construir la participación privada en las artes, más allá de la deducibilidad, al establecer como meta tanto su involucramiento económico significativo en un Fondo —que no se logró en el Fonca—, así como en la multiplicación del financiamiento privado. A varias de estas cuestiones, como los diferentes modelos internacionales, volveré en otras ocasiones, pero uno de los objetivos de un nuevo Fondo sería la operación autónoma, que incluiría que, en lugar de designaciones políticas, habría mecanismos de elección para dirigir las instituciones culturales.
Un cambio de este tipo pasa por diversas etapas. Una de ellas debe ser la crítica de la ignorancia elegida, tan típica entre las clases medias y altas mexicanas, que es una de las principales causas de la falta de consumo cultural eficiente en México —necesario para empresas culturales viables. La lucha no sería fácil: una vez que se establece una burocracia es difícil deshacerse de ella, pero no imposible.
A pesar de la desaparición del Fonca, las personas del ámbito cultural pueden ahora trabajar en la disolución del ministerio y la creación de un nuevo Fondo de las Artes para que, con burocracia mínima, sean los mismos artistas quienes tramiten los fondos para las actividades de sus pares. El agravio sufrido por quienes se dedican a la cultura puede encontrar diferentes soluciones, pero la que más favorecería a artistas y gestores, así como al arte mismo, sería decir adiós al ministerio de cultura.