Andrés Manuel López Obrador llegó al poder, como vulgarmente se dice, vendiendo su alma al diablo, es decir, tras pactar con personajes tan cuestionables como Elba Esther Gordillo, Napoleón Gómez Urrutia y Manuel Bartlett, el sempiterno dinosaurio transexenal.
Manuel Bartlett es el problema más grande que el presidente tiene ahora para sostener la credibilidad de su administración, si es que aún le queda alguna.
No sabemos qué le debe a quien fue cercanísimo colaborador de su archienemigo, Carlos Salinas de Gortari, pero debe ser mucho como para que ante las abrumadoras e incontestables evidencias se atreva a defenderlo, aun en contra de su convicción más fundamental: el combate a la corrupción.
Debe ser también mucho el miedo que le tiene. Tanto, como para ir en contra de sí mismo.
Del análisis discursivo de las conferencias mañaneras hay algo que queda claro: lo que más puede dolerle a López Obrador es que la gente crea que él es “como ellos”, como esos infelices que tanto odia: los que le antecedieron en el poder, los saqueadores, conservadores, neoliberales, rapaces, ladrones, que gobernaron el país en los últimos seis sexenios.
Aún así, defiende, protege y da su confianza a uno de los más notables operadores de ese tiempo oscuro, como lo ha llamado, pues durante esos seis sexenios, Manuel Bartlett estuvo ahí.
Cuando Areli Quintero y Carlos Loret de Mola publicaron el reportaje Bartlett Bienes Raíces, el presidente hizo torpes e inconexas defensas del funcionario. Su primera reacción fue decir que se trataba de un ataque político. Su secretaria de la Función Pública, Irma Sandoval también salió al quite a decir que eran meros dichos. Pero ante la imparable presión en redes sociales, tuvieron que iniciar, al menos de cara a la gente, una “investigación”. Y ahora han surgido nuevas evidencias de la inmensa corrupción del director de la CFE: su vinculación con al menos 12 empresas.
El presidente ha dejado ver con claridad que tiene miedo de actuar en contra de él, al tiempo de que está asustado de lo que los escándalos pueden traerle.
Muestra de tal preocupación fue lo que dijo el lunes 23 de septiembre, tras lo ocurrido con el historiador Pedro Salmerón: el presidente deploró que se haya generado tal polémica por causa de un intelectual que “vale más como historiador que como funcionario”.
Lo deploró porque no es bueno dar motivos a los adversarios, advirtió. Ellos están en busca de cualquier error, de cualquier falla y además, están buscando “agruparse”. He ahí el meollo. No quiere oposición.
Antes de eso, se había dado el escándalo protagonizado por el impresentable Doctor Mireles con sus dichos misóginos. AMLO tuvo que posicionar ¡al Poder Ejecutivo! respecto a las estupideces hechas por un oscuro funcionario menor del ISSSTE en un población pequeña en Michoacán. Puro desprestigio, puro debilitamiento.
Al presidente le da miedo que su gobierno esté en entredicho y en medio de continuos escándalos que quitan reflector a los “logros” que anuncia cada mañana.
Y ¿qué mayor escándalo que el de Manuel Bartlett? De tal magnitud que uno no puede más que preguntarse: ¿Por qué no ha hecho lo que hizo con Salmerón? ¿Lo que está haciendo con Rosario Robles?
El Caso Bartlett es, al momento, la parte más delgada del hilo que sostiene la credibilidad de la administración de López Obrador, si es que le queda alguna. Puede representar el fin de la tambaleante Cuarta Transformación. Aún así, el presidente no procede. Está asustado.
Sin embargo,más pronto que tarde tendrá que elegir entre dos males: permitir que el dinosaurio siga minando su proyecto o enemistarse con él.
Si AMLO tiene visión y valor–opino que NO los tiene–hará lo más conveniente para él (y de paso, para la ciudadanía): destituir a Manuel Bartlett rompiendo así el pacto con el diablo.