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viernes 13 diciembre 2024

“¡¿Cómo me llamo?!”: Muhammad Ali

por Marco Levario Turcott

Desde mi punto de vista, Muhammad Ali es el mejor boxeador de todos los tiempos pero eso es lo de menos; lo importante es que, el pasado 14 de mayo, HBO difundió un documental en el que el mismo atleta estadounidense, a través de múltiples videos que sintetizan cerca de mil horas de material, habla sobre él en cada momento definitivo de su historia y, por ello, logra el retrato más fiel que se haya hecho hasta ahora.

El trabajo consta de dos partes y tiene varias virtudes: 1) sobre todo habla Ali, 2) el centro de la historia es el boxeo; 3) enfatiza en sus extraordinarios dotes como deportista –su carisma-y prescinde de habichuelas para el morbo, como las mujeres que tuvo y esos recursos fáciles porque siempre rodean a las celebridades del ring; 3) en contraste, y siempre tomando como hilo conductor el boxeo, “Muhammad Ali” anota las preocupaciones humanistas del personaje que es uno de los iconos más relevantes de finales del siglo pasado, en especial por luchar contra el racismo y en favor de la paz, lo mismo contra Estados Unidos (él desistió de asistir a la guerra de Vietnam) que contra la entonces Unión Soviética (él alentó el boicot contra los Juegos Olímpicos en los que sólo participaron 80 países, la cifra más baja desde 1956).

Frente al televisor, los amantes del boxeo disfrutamos la estrategia “rope-a-rope” empleada para cansar al adversario y luego atacarlo con golpes parecidos a piquetes de abeja mientras el poderoso Ali vuela como mariposa -decía mucho que cuando oprimía el interruptor de la luz él ya estaba en la cama y la habitación aún no estaba a oscuras. Qué emocionantes fueron sus peleas, varias de ellas consideradas entre las mejores de la historia, como esas contra Ken Norton y Joe Frazier, además de aquella memorable gesta contra Sonny Liston donde lo noquea mientras le lanza un poderoso grito a Fraizer: “Levántate y pelea”; la fotografía, por cierto, es una de las más representativas de los setentas. También se encuentra, claro, esa paliza a Floyd Patterson por llamarle Cassius Clay, cuando, por su religión musulmana, él decidió llamarse Muhammed Ali; mientras el boxeador despedazaba a Patterson le gristaba: “¡¿Cómo me llamó?!” y al mundo le quedó claro, no exagero, el nombre del más grande del cuadrilátero en la historia.

Y es que el gran campeón llamó la atención desde que ganó la medalla de oro en los juegos olímpicos de Roma en 1960 en los semipesados para luego encumbrarse en el peso superior y desde ahí reinar ya en la órbita profesional, hasta su última gran demostración contra León Spinks, luego de haber perdido la corona con él, sin dejar de subrayar el ocaso al enfrentar a Larry Holmes, quien había sido su sparring, y salir muy lastimado, tanto, que el otrora orgullo del campeón se convirtió en un apesadumbrado reconocimiento de que el tiempo no perdona y que él, aunque viera venir los golpes, no los podía esquivar. Ese fue el momento del adiós definitivo y el prolegómeno del declive de la mente y el cuerpo cuando, cuatro años después, se le diagnosticó la enfermedad del Parkinson.

Dirigido por Antoine Fuqua, el documental de HBO hace el mejor reconocimiento posible a Ali al abordar sus convicciones y la relevancia que estas tuvieron en favor de la paz y contra el racismo y la discriminación, su amistad con Malcom X y Martin Luther King Jr, o con varios de los más encumbrados activistas en favor de causas sociales entre los que se encuentra el actor Dustin Hoffman (sus encuentros con los Beatles fueron propaganda igual que con Elvis Presley quien, a diferencia del campeón, sí asistió al reclutamiento del gobierno de Estados Unidos). Junto con ello, ahí está el ciudadano que fustiga el modo de vida americano, lucha contra la explotación y, sin duda, comete excesos, como su homofobia, promover peleas en países donde no había democracia y saludar a los dictadores Saddam Hussein y Fidel Castro con una simpatía digna de mejores causas, como las que él mismo enarboló.

El final es predecible pero no porque obedezca a fórmulas fáciles. No. Si no porque Ali debía encender una vez más la mecha de la emoción de unos juegos olímpicos, así como el prendió la propia un muy lejano día en Roma, cuando el muchacho tenía más sonrisas que destrezas en los puños, más sueños que temblores en los brazos y más poemas que recuerdos.

A Muhammad Ali sólo lo calló la muerte.

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