La respuesta del presidente Andrés Manuel López Obrador a las críticas que se hacen a los actos o las omisiones de su gobierno invariablemente incluye la palabra maldita: sus críticos son conservadores. En la visión maniquea y reduccionista de López Obrador, la historia de México se contrae a la confrontación entre liberales y conservadores.
Por supuesto, él se considera del lado correcto del devenir histórico y, por tanto, se asume liberal, a pesar de lo cual considera que el neoliberalismo ha sido desastroso para el país. En su visión, nuestros males sociales tienen su origen precisamente en el sexenio de Miguel de la Madrid, en el cual se empieza a poner en práctica ese modelo de política económica.
Pero dejemos de lado esa postura notablemente contradictoria. En estas líneas me interesa dejar en claro que no toda posición conservadora es necesariamente satanizable. Estoy convencido de que todo aquello que posibilita una mejor calidad de vida a los habitantes de una comunidad es plausible, independientemente de que esos beneficios daten de tiempo atrás, en cuyo caso hay que conservarlos, o sean novedosos.
Los conservadores mexicanos de la segunda mitad del siglo XIX eran contrarios a la reforma del presidente Benito Juárez, la cual logró la muy saludable separación entre Estado e Iglesia y la laicidad del país. Su postura era reaccionaria, pues se oponía a una serie de medidas que significaban un avance social en virtud del cual las instituciones y las leyes civiles quedaban resguardadas de la influencia religiosa. Con el triunfo de los liberales se inicia la construcción del México moderno, laico y republicano.
Es claro que en ese episodio histórico el conservadurismo de quienes combatían la Constitución liberal y las Leyes de Reforma no resultaba conveniente para el país. Su triunfo hubiera causado un retroceso social. Pero, como apunté, en otras ocasiones lo que se quiere conservar es algo valioso para una sociedad y sus integrantes.
Ahora mismo, ante el frenesí destructor del flamante gobierno federal, hay normas jurídicas, instituciones, espacios sociales y prácticas que conviene conservar en su integridad, es decir, evitar que sean aniquiladas o debilitadas. El ejemplo reciente más claro es el de las estancias infantiles, cuyo funcionamiento ha permitido a cientos de miles de mujeres y hombres trabajar o estudiar con la tranquilidad de que, mientras lo hacen, sus hijos pequeños quedan en lugares seguros donde reciben buen trato y educación, además de que pueden convivir con otros niños. ¡Por supuesto, eso habría que conservarlo!
Un ejemplo menos reciente es el de la Reforma Educativa, que, entre otros logros, había conseguido que la asignación de plazas y la promoción de los profesores dependiera de méritos y no estuvieran sujetas a las decisiones de las mafias sindicales. La derogación de esa reforma es un retroceso perjudicial para niños y adolescentes, que ensancha todavía más el inmenso abismo entre la calidad de las escuelas públicas y la de las privadas. La conservación de esa reforma, mejorando o corrigiendo los aspectos que así lo ameritaran, hubiera tenido un carácter evidentemente progresista.
Vayamos ahora a los avances democráticos que ha tenido el país. Una posición progresista es la que propugna conservarlos y profundizarlos y, por tanto, defiende la división de poderes, el apego estricto de todos los actos de las autoridades a la legalidad, el respeto a las instituciones autónomas, el otorgamiento de obra pública previa la licitación correspondiente, la tolerancia ante la crítica.
No es un contrasentido la afirmación de que estar por la conservación y la profundización de esos avances es una postura no sólo democrática sino políticamente liberal, tanto como lo es estar a favor de la conservación del Estado laico que instauraron los liberales mexicanos del siglo XIX.
La verdadera pugna —en la cancha social, política, cívica y económica—, la única relevante, es la que se da entre posiciones progresistas y posturas retrógradas. Las primeras exigen romper con lo que impida u obstaculice los avances sociales y los derechos individuales, y conservar, mejorándolo continuamente, todo aquello que los favorezca.
Este artículo fue publicado en Excélsior el 28 de febrero de 2019, agradecemos a Luis de la Barreda Solórzano su autorización para publicarlo en nuestra página.