“Aguirre o la ira de Dios” es una película de Werner Herzog que narra la odisea real de un explorador obsesionado con encontrar ciudades de oro en el Amazonas. Fue una producción muy accidentada por su realismo y porque con el protagonista, Klaus Kinski, Herzog tenía una relación intensa y pésima. Después harían, o pelearían, “Fitzcarraldo”, la historia también real de un romántico que se empeñó en montar una ópera en la selva de Perú. Otra vez, la filmación fue brutal, pues ambos trataron de replicar la hazaña. Fitzcarraldo filmando Fitzcarraldo.
Acaba de morir Felipe Cazals, quien contó su cuota de historias sobre la locura y el fanatismo, pertinentes siempre, pero ahora que se balbucean paraísos mientras se destruye al país, y que hasta a la UNAM la quieren pasar por leña verde, resultan más oportunas que nunca. Fue en “Canoa” que Cazals documentó el linchamiento, en 1968, de unos trabajadores universitarios a golpes de una turbamulta incendiada por un cura, en una época en la que desde la presidencia se demonizaba al movimiento estudiantil. Era tal el ambiente que la acusación fue por “estudiantes” y por “comunistas”, aunque ni el cura ni el pueblo entendían qué era lo uno ni lo otro, y aunque en tiempos de ira lo que importa es la ira y no los pretextos.
Hoy, por ejemplo, un intelectual ecuánime y admonitor nos avisa que sabe quién es “el patrocinador” de la alianza opositora; así, en singular, y dando por hecho un dinero tan real como el que corre a la vista de todos “para la causa”, la auténtica, la original. Silva Herzog sigue tañendo las campanas del pueblo y nos alerta: el populismo es una enfermedad que se contagia; acusa entonces al supuesto proveedor de dineros de haberse contaminado y, para demostrarlo, se cuelga de un mensaje en el que lo único explícito es que no haya olvido sobre quiénes alientan la destrucción del país, algo que no le llega ni a los talones a los tonos predilectos del actual gobierno. Y de ahí el escritor intuye cosas muy feas, como purgas o fascismos y mucha arrogancia, los mismos demonios que, quizá sólo por casualidad, exorcizan a diario en “la causa”.
Contagio de la tribuna al púlpito, o al revés, y de ahí a la película o a la columna. Fitzcarraldo en el espejo. Las iras de Aguirre o de López. “Canoa” o la ignorancia, y desde luego no porque alguien pida memoria y responsabilidad ante una polarización tan lamentable como inevitable, sino por la mentira y el linchamiento como método de gobierno. Porque si algo une a éste con los críticos templados que levitan por encima del mugrero, es el don para las indulgencias y para las excomuniones, cada quien las suyas; unas, por ejemplo, se emiten para liberar de pecado a pueblos exaltados; las otras se endilgan, por ejemplo, a quienes no se humillan y merecen un estáte quieto. A los equilibristas equilibradores no les gustará la polarización pero no le cae nada mal al poder que inventen que un activista destacado dijo lo que nunca dijo, o cuando se desviven por subrayar las buenas intenciones de los destructores, o cuando se avientan patetismos del tipo “pues ni modo que la UNAM no tenga sus áreas de oportunidad”.
Los sacerdotes que dan clases de humildad dan también por descontada su inmunidad ante las tentaciones populistas que se asientan en los recovecos más insospechados, y se enojan lo mismo con el demagogo que con quienes lo enfrentan sin la debida etiqueta. Febriles pero ecuánimes. Qué insidiosa enfermedad.