El enojo no es sólo una condición humana. Los monos chillan, los perros gruñen o ladran y los asnos rebuznan; los humanos gritamos como hacen otros animales aunque, a diferencia de los demás, insultamos, vale decir, proferimos groserías contra lo que creemos es la razón de nuestro enojo o contra lo que queremos sea la víctima de nuestro enojo. Escribí “la razón” del enojo; me corrijo, el enojo es precisamente el extravío de la razón, la falta de templanza sobre la circunstancia adversa, el grito magnificado en groserías, algo así como un asno que rebuzna al no poder hablar ni recurrir al pensamiento razonado.
Cuando el cerdo se enfada gruñe y a veces ataca. El ser humano tiene la cualidad de pensar pero cuando la abandona es parecido al animal sin raciocinio, como el caballo que relincha y expele al jinete imprudente o la cabra que balitea y da vueltas casi sobre su propio eje, cabra loca le dicen, sin siquiera percatarse de ello. La ira es catarsis frente a la fatalidad, desahogo ante los hechos inevitables o respuesta a la agresión del otro; en cualquiera de estos casos implica abandonar la inteligencia, embadurnar los lentes de excremento y cuando deviene en el insulto implica escupir al cielo. Por lo regular, quien agrede se denigra a sí mismo.
Me gustan ver a los animales festejar: los changos chillan y brincan y enseñan orgullosos los colmillos triunfantes de la reyerta; el cacareo de la gallina, los aplausos de la foca y el barrito del elefante que al fin abrió el surco que quería o lo que sea. No me gusta cuando los seres humanos baten las palmas en honor del dueño de la ira que agrede al otro, cuando aplauden igual que focas o brincan como changos festejando el insulto y admirando a quien se atrevió a proferirlo porque, valiente, ha transformado su voz en graznidos orales o escritos e incluso la emplea para pontificar en favor del derecho al insulto.
Los animales insuflan la piel o las alas e incluso las escamas para atemorizar al enemigo; el hombre grita e insulta y, al hacerlo, a veces escribe; proyecta la imagen de un ser temible o al menos impaciente o impotente respecto de lo que no puede digerir más que insultando. Lo imagino como al pavorreal que expande las alas, el caballo que piafa impaciente aunque vale decir que diferencia de los animales, el hombre o la mujer que agrede lo llega a hacer con cálculo para convocar a los reflectores y suscitar los chillidos victoriosos del respetable. Esto es más grotesco cuando el agresor sabe que el agredido no puede responderle en términos parecidos y, entonces, en realidad es un cobarde.
Pero el insulto es la derrota del intercambio civilizado, la polémica encendida, claro, que ante todo privilegia la exposición estructurada que inquiere, cuestiona, revela, propone o subvierte incluso el orden establecido, la versión oficial y los desastres provenientes del poder. Insultar a quien no cree ni piensa lo mismo que nosotros emnvilece a quien insulta, implica sin duda el reconocimiento a gritos de una derrota.