En un largo viaje que hice por el Medio Oriente, un poco antes de la guerra civil en Siria, conocí en un pequeño hotel de Israel a un grupo de marines que venía de Irak. Eran cinco o seis soldados muy jóvenes que iban de regreso a casa. Unos eran de la costa oeste, otros de las colonias originales del noreste, otros más del famoso Rust Belt. Se habían hecho amigos en la guerra. El regreso los volvería a separar, tal vez para siempre. Estados Unidos es un pueblo nómada donde las amistades son a menudo efímeras.
De los cinco o seis, sólo recuerdo a dos: el líder, un rubio de pelo chino, clásico alfa americano, cortés, amable, justo, con esa firmeza del Marshal Will Kane, interpretado por Gary Cooper en High Noon, el hombre de confianza en una situación desafortunada. Fue él quien me platicó sobre el estado del otro soldado que recuerdo.
Para entender su circunstancia, tal vez sirva la estampa del cabo Leonard Lawrence en la primera parte de Full Metal Jacket, a quien el Sargento Hartman apoda ‘Private Pyle’, y quien finalmente pierde la cabeza. Él también estaba perdido, su mirada flotaba en el horizonte, incapaz de enfocar. Pasaba la mayor parte del tiempo empastillado.
–¿Qué le sucede?, le pregunté a Kane.
–Something bad, me contestó, corto y conciso, muy en su onda de líder ecuánime.
Algo había salido terriblemente mal en una incursión nocturna. Digamos que se había tenido que abstraer como parte de algún mecanismo de defensa, o lo había consumido la culpa. Tenía 18 años y había matado a muchas personas. Los delirios de la patrulla en el río Nùng en Apocalipsis Now también son dignos de lo que me transmitía su pesar: una suerte de alienación terminal.
Este es un trastorno común en Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial. Una generación tras otra sumida en la guerra, los jóvenes que regresan con muertos en la espalda y manchas en el corazón; decenas de miles que jamás se podrán reintegrar, que vivirán con estrés postraumático y enajenación. El tremendo costo humano de la guerra.
No es este un alegato aislacionista. Estados Unidos es una fuerza benévola en el mundo. Pero hay guerras que no valen la pena. Ni Irak ni Afganistán –dentro de muchas otras– lo fueron, como ahora sabemos. Hoy, tras 20 años, cuando ya llegaban a Afganistán soldados americanos que ni siquiera habían nacido cuando empezó la guerra, recuerdo la mirada nebulosa de aquel soldado perdido y entiendo por qué la mayoría de los estadounidenses quería ponerle punto final a ese horror.