Esta semana hemos tenido una noticia desgarradora. Los tres estudiantes de cine desaparecidos en Guadalajara, según datos de la fiscalía, fueron asesinados y disueltos en ácido sus cuerpos. De ser esto así, habrá que creer en el dicho de los delincuentes pues nunca encontraremos sus restos.
La narrativa que ha dado la fiscalía es que, al parecer, la tía de uno de los jóvenes tenía vínculos con actividades ilícitas y un grupo de la delincuencia organizada. En ese contexto presta una casa a su sobrino y los amigos de éste, quienes estarían realizando un trabajo escolar sin tener ninguna vinculación con alguna actividad ilegal o grupo delincuencial. Sin embargo, de nuevo según lo dicho por la fiscalía, la casa que les prestó la tía era también usada en ocasiones como casa de seguridad del grupo con el que aquella tendría vinculación.
La narrativa continúa en que los jóvenes fueron entonces “confundidos” con miembros de la organización criminal a la que estaba vinculada la tía y un grupo rival los levanta, los somete a torturas y, al “pasárseles la mano” con uno de ellos y asesinarlo, deciden matar a los otros dos y disolver sus cuerpos en ácido.
Como bien han dicho muchos de los que han escrito al respecto, esto es parte de una pesadilla, pero dentro de lo alarmante que tiene el caso en sí mismo habría que sumar el nivel de cotidianeidad que dicho caso encierra. Es decir, no es algo que ocurra por primera vez, ni que sea una historia extraordinaria dentro de la vida cotidiana nacional. Por desgracia, casos parecidos o que, con distintos matices, encierran el mismo nivel de horror, se repiten desde hace ya más de una década en una vorágine de violencia y muerte que hemos tolerado de manera inexplicable como sociedad.
Más de uno ha dicho que, en muchos otros países, un suceso de esta naturaleza habría paralizado la vida nacional, costado las renuncias de presidente, gobernador y mandos altos en la procuración de justicia. Acá no se ven consecuencias visibles. Los criminales hacen esto porque saben que pueden hacerlo.
El hecho de ser estudiantes de cine, y que el reciente multi premiado cineasta mexicano Guillermo del Toro se haya pronunciado al respecto, ayudó a darle mayor visibilidad al caso, pero, por desgracia, decenas similares se reproducen a lo largo y ancho de la república.
Podemos hablar de las centenas de fosas clandestinas encontradas a lo largo del país, de masacres como las de migrantes en San Fernando, de los cuarenta y tres estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa y decenas de casos más.
Simplemente hoy, antes de escribir estas líneas, veía el noticiero, algo de lo que hoy reportaban los medios.
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En una escuela primaria ingresó un comando armado a secuestrar a la señora que atendía la cooperativa.
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En una preparatoria, cinco alumnos fueron heridos con arma de fuego en lo que después el director del plantel diría que se trató del intento de secuestro de un alumno (no se especifica si alguno de los heridos o alguien más).
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Unos jóvenes salen de Tlaxcala rumbo a Oaxaca. La última comunicación que tienen con su familia es para decirles que los ha detenido la policía local. No se especifica el por qué. Después de no tener noticias de ellos, familiares acuden a buscarlos. Ahora los familiares que acudieron en su búsqueda también están desaparecidos.
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Encuentran en un vehículo cuerpos (no se precisa cuántos) con signos de violencia frente al estadio de futbol de Cancún.
Estos son sólo algunos de los datos del noticiero del día de hoy. Un recuento de la última semana, mes, año o década daría cuenta de historias de terror más allá de lo que la imaginación pueda comprender.
Levantamientos en masa de migrantes para convertirlos en esclavos del crimen organizado. Secuestros cotidianos de mujeres, en su mayoría jóvenes, que después de ser violadas por los criminales son usadas como mercancía en redes de trata de personas. Asesinatos por confusión o equivocación (creían que eran miembros de otros grupos criminales). “Daños colaterales” de enfrentamientos entre bandas delictivas o entre éstas y la autoridad.
Todo esto sin contar el aumento en la criminalidad cotidiana que enfrentamos los ciudadanos, robos, secuestros, violaciones, feminicidios, extorción, cobro de derecho de piso y una dolorosa lista que se mantiene en aumento.
El mayor problema que se vislumbra en medio de esta barbarie es que se está adueñando de nuestra cotidianeidad. Que como ciudadanos vamos perdiendo la capacidad de asombro y vamos aceptando la normalización de la violencia y la delincuencia en todas sus formas y expresiones.
De la misma manera en que en algún momento esta sociedad comenzó a aceptar como normal ver niños viviendo en situación de calle ante los cuales cruzamos indolentes sin considerar que algo deberíamos hacer para modificar su situación de vida; de la misma manera en que de pronto podemos ver con naturalidad lugares dedicados a la explotación sexual de mujeres en contra de su voluntad; de esta misma manera, las notas antes referidas ya no son parte de lo extraordinario en la comunicación que llega a nuestras vidas, al contrario, se van convirtiendo escandalosamente en cifras, fríos números que no nos dicen que detrás de cada caso hay vidas truncadas y familias destrozadas.
En medio de esta realidad lacerante se hace imperioso que como sociedad demos un grito enorme de ¡ya basta! Debemos sacudirnos del marasmo en que nos encontramos para darnos cuenta que lo que ocurre nos atañe, pero no sólo eso, sino también que nuestra falta de actuación se convierte en complicidad por omisión.
Vivimos tiempos electorales en los que todos los candidatos nos prometen cosas. En estos tiempos la sociedad debería ser capaz de exigir a quienes pretenden representarnos.
La primera exigencia, impostergable, tiene que ser el reconocimiento de que las estrategias empleadas por el Estado para acabar con estos fenómenos sociales han sido incorrectas. Se trata de estrategias fallidas.
Es fallida, por supuesto, la estrategia de los últimos doce años, de una “guerra” contra el crimen organizado, en donde no se combatieron sus causas ni se les debilitó de fondo y sólo se emprendió una estrategia de fuerza bruta que buscaba legitimar a un gobierno cuestionado de origen. Quien hoy no reconozca esto, de inmediato, debiera ser sacado por los ciudadanos de las probabilidades de ejercer su voto. Quien no es capaz de reconocer que el camino emprendido está mal, por supuesto, no habrá de corregirlo y nos condenaría a seis años más de baño de sangre.
Pero tampoco funcionó en el pasado la pax narca, la connivencia entre la autoridad y el crimen organizado que imperó, al menos, en los últimos gobiernos priístas. Esa estrategia que ponía al gobierno como el gran administrador del crimen y el regulador de las disputas entre bandas criminales y que, aparentemente, tenía al país en paz pero mediante la complicidad que llevó al empoderamiento de las bandas criminales.
La nueva estrategia de seguridad que impere en el país tiene que tener diferentes elementos que, combinados, lleven a un cambio de rumbo en la materia. A mi parecer, propondría al menos los siguientes.
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Combate frontal a la impunidad. Necesitamos que los crímenes que se cometan, del tipo que sean, se castiguen. Uno de los alicientes más grandes para un criminal es saber que tiene elevadísimas probabilidades de no ser castigado por los delitos que cometan.
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Penas lo más severas posibles a la complicidad. Algo que alimenta al crimen organizado es su vinculación o complicidad con autoridades políticas, sistema de justicia y corporaciones encargadas de perseguirlos. Esto mismo hace sentir a la sociedad en un estado de indefensión pues aquellos que deberían de protegernos, en muchos casos, son cómplices de quienes nos hacen víctimas del delito. En un nuevo modelo de combate a la delincuencia las penas más severas deben ser para aquellos que se atrevan a pactar complicidad con los criminales cuando sus tareas debieran ser combatirlos.
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Capacitación y mejores salarios y prestaciones a quienes combaten al crimen. Tenemos que re dignificar al aparato de procuración y administración de justicia. Dotarlos de entrenamiento y herramientas para realizar su trabajo y de una cobertura social que les permita alcanzar una vida digna por medio de su correcto desempeño.
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Combatir las causas sociales que incuban el delito. Si bien no se debe criminalizar la pobreza y ser pobre no es sinónimo de ser criminal, ni tener recursos la antítesis de serlo, sí necesitamos dar alternativas educativas, culturales, deportivas y laborales a los jóvenes que les permitan encontrar en espacios de desarrollo positivos un mecanismo de movilidad social que les permita mejorar su calidad de vida.
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Inteligencia en el combate a la delincuencia. A los grupos delictivos se les debe combatir con inteligencia. Hoy existen nuevas herramientas tecnológicas que lo permiten y que deben ser utilizadas. No es la lucha de fuerzas la que debe imperar en el combate a la ley sino la labor planificada que permita prevenir y combatir eficazmente el delito.
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Inteligencia financiera. La mayoría de los delincuentes no lo son por maldad intrínseca, sino por las ganancias económicas descomunales que da hoy la delincuencia, sobre todo en sus vertientes de delincuencia organizada. Las cifras económicas que se manejan difícilmente pueden ser trasladadas en efectivo, es evidente que en algún momento ingresan al sistema financiero y pueden ser identificadas y confiscadas. Dejar a los criminales sin las ganancias de su actividad, además de que quita incentivos al delito, los desarma para corromper al aparato político, legal y de justicia y para la compra de armamento que emplean en contra de la sociedad.
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Debatir la regulación y despenalización de las drogas y el comercio sexual libre. Por su complejidad, en otro texto abordaré a profundidad estos temas. Sólo dejo apuntado que son dos de las fuentes más importantes de ingresos para el crimen organizado y que de ser reguladas, desarticularían en gran medida sus ingresos y por tanto su capacidad de operación.
Por supuesto que hay muchísimos elementos más y que incluso cada uno de los aquí expuestos debiera desarrollarse a fondo, pero me parece que tenemos que arrancar a lo inmediato la discusión de cómo debemos modificar la estrategia fallida de seguridad nacional. En este sentido sólo me resta por agregar que, dentro de todas las ideas posibles, la de otorgar amnistía a los criminales resulta una verdadera aberración y un escupitajo en la cara para las familias de las víctimas de los crímenes arriba descritos y de cientos de miles más que han ocurrido en los últimos años. Leía ayer en una columna que esa simple propuesta, en una sociedad con una ciudadanía más avanzada, descalificaría moralmente a quien la realizara para contender por el poder público en el país. Lo suscribo en su totalidad.