Llegó un nuevo consenso a nuestra siempre clemente comentocracia: la idea de que no importa quién sea el próximo presidente, ya todos ganamos porque será mujer. Lo de menos es si la elegida es la encomendada de un régimen nacional-populista, etnonacionalista, militarista y con pulsiones antiliberales que puede fraguar una hegemonía transexenal que amenace la democracia. Tampoco importa si detrás de ella acecha un macho septuagenario. Acorde a los tiempos, lo importante es que no será hombre.
Sin obviar el relativo peso simbólico que pueda tener sobre millones de mujeres y aliados, ser mujer no es augurio ineludible de buen gobierno como no lo es ningún otro atributo inmutable. ¿Las mujeres tienen una sensibilidad política propia? Sí, los chaparritos también. Las principales instituciones de este país están encabezadas por mujeres: el INE, la Suprema Corte, el INAI, la CNDH, la Secretaría de Gobernación y de Seguridad. Los resultados son desiguales.
La capacidad de gestión no tiene que ver con el sexo sino con los atributos personales. Quienes no nos guiamos por estampas identitarias, preferimos –para citar al clásico– juzgar a la gente por el contenido de su carácter: ¿Es inteligente, es demócrata, es corrupta, es autoritaria, es tolerante, es íntegra, tiene una buena trayectoria, la acompaña un buen equipo?
El sexo ni siquiera es garantía de políticas públicas exitosas en lo que atañe específicamente a los temas de género. Los feminicidios subieron en Brasil durante el mandato de Dilma Roussef a pesar del endurecimiento de las penas a los criminales. Honduras, que ya también fue gobernada por una mujer, tiene la peor tasa de feminicidios de América Latina. Bolivia –gobernada dos veces por mujeres– tiene la misma tasa que México, según la Cepal.
Desde luego, esto no es un alegato para que no sea una mujer, sino una convocatoria para la sofisticación de los argumentos, para ver más allá de lo superficial y no acomodarse en los sofismas de la biempensantía. Ya sabemos que el populismo de género que nos recetó el Licenciado en su campaña –“el gobierno más feminista de la historia”– no sirvió para nada más que para engañar incautos y entusiastas del alfabeto, que fueron muchos y en posiciones muy influyentes.
La ventaja de que compitan dos mujeres por la presidencia es que el argumento sexual tenderá a neutralizarse. Nadie podrá votar por una o por otra por ser mujer. Si el candidato del Frente hubiera sido hombre, seguramente no pocos intelectuales hubieran elegido ignorar lo que realmente representa la candidata oficialista y se tragarían enteramente la moda. Lo malo, sin embargo, es que ahora la valoración puede moverse a otros factores igualmente iliberales e identitarios como quién es más mexicana, quién ha sufrido más, quién es indígena, etc.