Estos días han sido intensos en lo que a cumbres internacionales se refiere En un período de pocos días se reunieron las de los BRICS, el G7, la OTAN y el Consejo Europeo de la UE, sin duda de las más importantes en muchos años por haberse llevado a cabo en tiempos tan borrascosos como los que vivimos. ¿Sirven de algo estas cumbres o son actos sociales únicamente útiles para “sacarse la foto”? La práctica de sostener cumbres en las que participan personalmente jefes de Estado ha sido duramente cuestionada por algunos ortodoxos de las relaciones internacionales. Uno de los principales fue el célebre Harold Nicholson, teórico fundamental la diplomacia mundial, quien deploró la práctica del contacto personal entre los estadistas del mundo, a la que calificó como “irrelevante, en el mejor de los casos…y hasta peligrosa, pues puede propiciar innecesarias desavenencias y malentendidos”.
Pero, pese a sus detractores, las cumbres han servido para el propósito de acercar posturas entre dirigentes mundiales, reducir tensiones, construir consensos e intentar liderazgos colectivos. Pocos cuestionan las aportaciones que a la preservación de la paz mundial efectuaron las cumbres entre los mandatarios de Estados Unidos y la Unión Soviética durante la Guerra Fría, logradas, desde luego, no sin dificultades e incluso sufriendo eventuales retrocesos. Además, está la institucionalización de un Consejo Europeo, que no es más que la reunión semestral de los gobernantes de sus países integrantes, que fue capaz de dotar a la Unión Europea de un órgano eficaz para la toma de decisiones comunitarias.
Las cumbres aparecen como un intento de suplir las insuficiencias de los organismos multilaterales en la tarea de contener las recurrentes crisis políticas y económicas internacionales. Se trata de mecanismos directos de intentos de coordinación donde los mandatarios procuran, por lo menos, intercambiar puntos de vista y darse una oportunidad para la reflexión. Las cumbres periódicas se han extendido a prácticamente todas las regiones del mundo. Tenemos las de la APEC, la ASEAN, la OTAN, la Organización de la Unidad Africana, el Grupo de Río y las Cumbres Iberoamericanas y de las Américas, algunas más útiles que otras, desde luego. John Kirton asegura que “representa la tercera y, en algunos aspectos, más efectiva de las grandes olas internacionales de construcción de instituciones de la posguerra”. La primera de esas olas llevó a la construcción de la ONU y sus agencias especializadas en los años inmediatos al fin de la Segunda Guerra Mundial, y la segunda a la creación de organismos multilaterales como el GATT, la OECD, la ASEAN, la OTAN, la Agencia Internacional de Energía, etcétera.
Entre las cumbres, entre las que resultan más antipáticas para muchos son las del G7. Inaugurado en 1975 como un mecanismo sui géneris de alto nivel para propiciar la reunión periódica de los líderes de las, a la sazón, siete naciones más industrializadas del mundo capitalista (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y el Reino Unido), el Grupo de los Siete (de 1998 a 2014 fue de los Ocho, con la inclusión de Rusia) fue concebido por sus dos principales promotores, Valery Giscard d’Estaing y Helmut Schmidt, como una instancia informal creada con el propósito de evitar los grandes e ineficaces encuentros multilaterales que la mayor parte de las veces concluían en atrofia y burocratismo. La esencia de estas cumbres residía en agilizar las relaciones entre las potencias mediante el encuentro directo de sus jefes de Estado y en implantar, de esta forma, un mecanismo espontáneo de intercambios no burocrático y dueño de vida propia entre “los que realmente cuentan”. Pero desde el principio la integración de un club tan “exclusivo” provocó protestas tanto de las potencias económicas medias (Países Bajos, Bélgica, Suecia, etcétera) como de los países más habitados (India, Indonesia y China), los cuales se sentían con suficiente derecho y representatividad como para ser considerados. El mundo en desarrollo reprochaba al G7 su supuesta pretensión de hablar y decidir en nombre de la humanidad, y una buena cantidad de estadistas e internacionalistas recriminaban una pretendida marginación de la ONU y el resto de los organismos internacionales a un segundo plano en beneficio de los países más ricos.
Con el fin de la Guerra Fría y la eclosión en el escenario mundial de potencias emergentes de la envergadura de India y China, las críticas al G7 arreciaron y se empezó a dudar de su supervivencia ya que se le concebía como una obsolescencia del siglo XX. Los integrantes del grupo hace tiempo dejaron de ser las únicas y verdaderas potencias económicas del planeta. Si en los años setenta los siete acumulaban poco más del 70 por ciento del PIB mundial, hoy representan menos del 40 por ciento. Como consecuencia de la crisis financiera de 2008 surgió el G20 con un formato más representativo, pero pronto demostró sus limitaciones y su falta de capacidad para arribar a decisiones de gran alcance. Por eso se empezaron a considerar para el G7 propuestas de real politik, como incluir en él a India y China, readmitir a Rusia (expulsada tras la invasión de Crimea) y convertirlo en un foro de diálogo habitual dedicado, primordialmente, a los temas de seguridad global como el desarme, la lucha contra el terrorismo y las amenazas contra la paz y dejar —en general— el resto de los asuntos a otras instancias. Era una triste y limitada opción, pero para muchos la única factible. Sin embargo, la invasión rusa a Ucrania cambió radicalmente el panorama, otorgándole al G7 nueva viabilidad. Eso porque, pese a todos sus defectos, el G7 posee algo que es fundamental para que una alianza o comunidad de naciones aspire, con realismo, a tener éxito: comunidad de propósitos.
La “tienda de enfrente” del G7, los BRICS, el grupo de las economías emergentes más importantes del mundo, también se reunió la semana pasada, pero en formato digital. El escenario sirvió para demostrarle al mundo que Putin no está aislado pese a haber iniciado una cruenta y absurda guerra en Ucrania, pero no para mucho más. Muchos veían en la creación de los BRICS (2009) una alternativa de poder incontenible. No ha sido así; sus miembros se caracterizan por la defensa a ultranza de sus soberanías y por una notable disparidad de intereses y en los objetivos de sus políticas exteriores. En principio impresiona una supuesta coalición de colosales naciones, las cuales, juntas, ocupan el 22 por ciento de la superficie terrestre, amasan el 27 por ciento del PIB y congregan el 42 por ciento de la población mundial. Pero los BRICS en realidad tienen poco en común, y prevalecen discrepancias de tipo territorial (disputas fronterizas), económicas, ideológicas y migratorias. Y no impresionan tanto si atendemos el Índice de Desarrollo Humano: Brasil ocupa el 70 lugar mundial, seguido de Rusia (73), China (94), Sudáfrica (113) y la India (123). Es decir, se trata de países con profundas disparidades sociales y regionales internas.
Existe consenso entre los estudiosos de la geopolítica en el sentido de nombrar cuatro elementos fundamentales para considerar a una nación una “superpotencia”: una economía fuerte y diversificada; poderío militar de largo alcance; márgenes aceptables de estabilidad política, y amplios intereses económicos y estratégicos extraterritoriales. Si atendemos a estos criterios, nos daremos cuenta de que sólo China cubre a cabalidad todas las condiciones. Más importante aún, ningún grupo de naciones grandes o pequeñas, poderosas o modestas podrá tener éxito o alcanzar relevancia si no cuentan con una coherencia básica en las visiones globales de sus integrantes y si no existe una base mínima de comunidad de intereses. Estos pisos referenciales básicos no existen aún para las potencias emergentes, cuyos elementos integradores son sumamente circunstanciales y vagos.