En prejuicios comunes suelen disociarse la inteligencia de la danza, la razón del baile. Quizá se las percibe como peleadas entre sí. A su vez el poeta Paul Valéry (1871-1945, Francia) con frecuencia es identificado con su alter ego, el personaje Monsieur Teste, de enardecida racionalidad ajena a lo sensible. Pero Valéry no fue distante a la fascinación por los cuerpos en movimiento —escribió el ensayo “Filosofía de la danza” (1936)— ni por ser corporal el baile pertenece inevitablemente a lo sensible. Más aún, la danza no puede ser ajena al pensamiento. Suponer que la inteligencia o la racionalidad padece algún tipo de cuadratura, de restricción intrínseca es no comprender que el pensamiento no sigue pasos fijos, ni siquiera cuando los cumple: la inteligencia está hecha de imaginación. El mismo Valéry se acercó a esta visión al pensar sobre la correspondencia entre las artes cuando anotó: “decir versos es entrar en una danza verbal”.
Valéry pronunció “Filosofía de la danza” como conferencia el 5 de marzo de 1936 en la Université des Annales —más que institución educativa formal, fue un proyecto de ciclos de charlas que duró varias décadas— y se publicó por primera vez ese mismo año. De entrada, el escritor anticipaba que su ponencia contenía enunciados que “va a aventurar sobre la Danza un hombre que no danza”. Valéry aludió en ese tiempo —que no cuestionaba universalidades— a que la danza “es un arte fundamental, como su universalidad, su inmemorial antigüedad, la utilización solemne que se le ha dado y las ideas y reflexiones que ha engendrado en todos los tiempos, lo sugieren y demuestran”. Más allá de sí mismo trazaba una relación entre quienes bailan —Valéry pensaba en ejecutantes en escena— y quienes observaban su desempeño: “una parte de nuestro placer de espectadores es sentirse ganados por los ritmos y nosotros mismos virtualmente danzantes”. Con esto se refería a un hecho, pero no suficientemente específico, pues podría argumentarse que un proceso semejante ocurre entre muchos cuando se convierten vicariamente en futbolistas, boxeadores o el deporte de la temporada. Adelanto, entonces, el concepto formulado por Valéry hacia el final de su intervención al afirmar que la danza es “una poesía general de la acción de los seres vivos”.
¿Qué significaba esa declaración de Paul Valéry? Tenía que ver con una gratuidad percibida de la acción que el baile representa, en contraste, por ejemplo, con los animales que no parecen realizar movimientos superfluos. Valéry no pasaba por alto que la danza tiene una dimensión física —en sus palabras está relacionada con “posibilidades articulares y musculares”— pero destacó que había componentes que la diferenciaban. Para comenzar, una distinción que Valéry apuntaba era que la danza es “acción del conjunto del cuerpo humano […] trasladada a un mundo, a una especie de espacio-tiempo, que no es exactamente el mismo que el de la vida práctica”. Se trataría de la creación de una realidad alternativa a la ordinaria, lo que ya emparenta al baile con las demás artes.
Valéry describía que la acción de la danza había llevado a las personas a descubrir “que algunos de esos movimientos, mediante su frecuencia, su sucesión o su amplitud, le procuraban un placer que alcanzaba una especie de embriaguez, a veces tan intensa que sólo el agotamiento total de sus fuerzas, una especie de éxtasis de agotamiento, podía interrumpir su delirio, su exasperado gasto motriz”. Su proposición es convincente pero no entra en detalles, reitero, sobre la especificidad de la danza que —si se piensa en su dimensión atlética— en estos días alrededor del mundo se presta a reflexión pues diversas competencias olímpicas comparten características de ritmo, coordinación y creatividad que pueden poner en duda la caracterización de la danza más allá de habilidad corporal o que llevarían a reconocer nivel artístico a prácticas descarnadamente competitivas (alrededor de ellas estos días surgen disputas en que los participantes creen ser de bandos enfrentados, ajenos a su compartida pertenencia de pleno derecho al bando de la banalidad). Sea como sea, contra “una vida estrictamente ocupada del cuidado de nuestra máquina para vivir”, para Valéry la danza era actividad física innecesaria que, no obstante, cobraba sentido.
Llama mi atención que la inteligencia de Valéry no haya reparado en el notorio problema del significado de la danza: ¿los movimientos lo tienen o son ajenos a él? Cuando uno es testigo de coreógrafos obstinados en inspirarse en piezas de otras artes —o peor: en mitologías que les son ajenas— y en arrogar temas a los movimientos de sus ejecutantes, uno percibe que la danza no escapa de la compulsión de significar. Pero el poeta no se ocupó de esto, aunque sí de otro asunto más vago y fundamental. Como ocurre tantas veces al pensar sobre algún arte en particular, las ideas resultantes se vinculan con el resto de las artes. Así Valéry planteaba que nuestra “curiosidad” y “actividades” humanas “se han desarrollado hasta la invención de las artes, de las ciencias, de los problemas universales, y hasta la producción de objetos, formas, acciones, de los que podríamos prescindir fácilmente [pero que han llevado a] una especie de necesidad y una especie de utilidad. […] la creación artística no es tanto una creación de obras como una creación de la necesidad de las obras; pues las obras son productos, ofertas, que suponen demandas, necesidades”. Claramente en esta idea reside una clave sobre la existencia de las artes, es afirmación provocadora que Valéry no elaboró más en esa ocasión. Habrá que retomarla alguna vez y concluir con una vuelta al baile en lo diario.
Así como disociar la inteligencia de la danza es absurdo, también —aunque Valéry no lo cuestione— habría que deshacer un cliché muy popular: dar por hecho que bailar es libertad. Las evidencias cotidianas contradicen la suposición: las danzas tradicionales y contemporáneas —me refiero a lo que baila gente a quien poco le interesa el arte— están sumamente encorsetadas. Tienen pasos y rutinas establecidas, por más toque individual que alcancen. Lo mismo aplica, por supuesto, a limitados o energéticos movimientos que se llevan a cabo en soledad multitudinaria al son de “música electrónica” que para emocionar depende más de drogas concretas que de cualidades sonoras. Los exhibicionistas o payasos son eso: excepciones con guion que confirman las muchas reglas que rigen tales hechos sociales.
Pero cuando sucede la danza que interesó a Valéry, “ese cuerpo que danza parece ignorar lo que le rodea” porque crea excepcionalmente su pequeño universo. Abundando en el asunto, Valéry afirmó que la danza era una “vida interior, pero enteramente construida de sensaciones de duración y de sensaciones de energía que responden, y forman como un recinto de resonancias” que se comunican a los observadores. Bien mirada, sin embargo, la danza popular está llena de códigos, es lenguaje elemental —como la convención de sensualidad en movimientos de caderas— con graves restricciones a la creatividad. Habría que tomar en cuenta, entonces, la insolvencia de la vida interior de personas cuyos movimientos no superan la pulsión de llamar la atención de quienes los rodean mediante cumplimiento o simple y vacía oposición coreográfica, aunque parezca llamativa o atractiva. El bienestar físico y emocional parcial no ha de confundirse con realidades más significativas. La libertad no se reduce a biología de las endorfinas.