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domingo 13 octubre 2024

De humani corporis fabrica: película magnífica

por Germán Martínez Martínez

A pesar de su ridículo nombre, De humani corporis fabrica (2022) es película magnífica. El título en latín —idioma que desde hace algún tiempo no es lengua universal, pero que alguna vez fue lenguaje del conocimiento— proviene del libro clásico de anatomía de Andreas Vesalius o Andrés Vesalio (1514-1564), Sobre la estructura del cuerpo humano (1543), cuyas ilustraciones tienen cualidades estéticas, no sólo científicas. Como otras obras cinemáticas contemporáneas probablemente destinadas a perdurar, De humani corporis fabrica es un documental; con la particularidad de ser sencillo en su factura, elaborado en sus imágenes y extraordinario al revelar la indefensión de nuestros cuerpos, es decir, de nosotros, las personas. La payasada del título se corresponde con la ridiculez de cualquier vida —desde quienes asumen el anonimato hasta los escasísimos héroes verdaderos, tan distantes del poder— y, también, se relaciona con la magnificencia de andar a tientas, como todos, a pesar de quienes se retuercen en la arrogancia.

En la película hay imágenes de estudios y procedimientos clínicos.

Si Vesalio tenía afán científico, en los directores de este documental, Véréna Paravel (1971, Neuschâtel) y Lucien Castaing-Taylor (1966, Liverpool), predomina el sentido estético, a pesar de, y por su formación y ejercicio como antropólogos. Ambos son parte del Laboratorio de Etnografía Sensorial de la Universidad de Harvard, un centro interdisciplinario de creación experimental en un marco antropológico, del que Castaing-Taylor es director. Hay rasgos de su perspectiva en la falta de énfasis en el contexto. El espectador puede creer que, como en los documentales de Wiseman, ve lo que ocurre en una institución, pero en realidad, los documentalistas capturaron sus materiales en múltiples hospitales. Así, hay menciones sobre la inmigración. La austeridad enfrentada por los hospitales franceses —desde 1983, por decisión del presidente socialista François Mitterrand— se cuela en la película con afirmaciones, conversaciones y hasta discusiones en plena cirugía. Sin ininterrumpir la recaudación de impuestos, la austeridad —que jamás es “republicana”— es mera restricción de recursos. Se asoma en la cinta como se entrometen las decisiones de los burócratas en nuestras vidas: inevitablemente y, por lo general, como trasfondo, no como sucesos fundamentales, aunque las decisiones de gobernantes puedan arruinar vidas. La paradoja del enfoque la condensó Castaing-Taylor al describir, alguna vez, al dúo directoral como “antropólogos en recuperación”.

El filme arranca, enigmáticamente, con un recorrido de seguridad con acompañamiento canino por los subsuelos de un hospital. Hay sombras en distintas tomas, pero son las que inevitablemente forman parte de acontecimientos filmados sin escenificar, como al seguir a ancianas que quizá se encuentren en un ala psiquiátrica. Ahí mismo una mujer grita con un quejido que bien podría ser un sonido de la selva. Una de las ancianas parece obsesionada por encontrar personas “amables”. La curiosidad está en las experiencias, no, como dice la promoción del filme, en “el funcionamiento de órganos, sistemas y mecanismos del cuerpo”. Los encuadres no son informativos: se aventuran en consonancia con lo observado —no por discursos de respeto, aunque lo haya, a pesar de lo delicado de la materia y de acercarse a sus límites en varios momentos— sino por conciencia formal sin manierismos. No hay explicación —ni certeza superficial— sobre lo visto, pero sí dramatismo en los hechos de los que el documental nos hace testigos.

Los directores y antropólogos Lucien Castaing-Taylor y Véréna Paravel.

Hay una cirugía que puede impactar a varios públicos: un pene, parte delicada del cuerpo —aunque las fantasías de algunos lo visualicen como poderosísima herramienta o presencia— se ve sometido a maniobras insoportables sin intensa anestesia. El procedimiento ocurre mientras los involucrados sostienen una disputa sobre la carencia de más personal hospitalario. Otros espectadores podrán fascinarse con el ultrasonido de un bebé en formación: se adivina una cara, pero ha de reconocerse también que aún es materia amorfa. Los cineastas admiran el corte de un vientre y las poco sutiles maniobras para sacar a un bebé de ahí. Siguen los primeros instantes fuera de su madre: mientras personal médico dice palabras de consuelo y corta el cordón umbilical, el bebé —sin saber qué es sufrimiento— comienza a llorar.

Las impresionantes imágenes, sin embargo, también pueden remitirnos a la mecánica de nuestro cuerpo para reconocernos como artefactos y asomarnos a la profesión médica en su lado más físico, sin atributos morales: con una especie de resistencia eléctrica algún doctor destruye tejido indeseable. La medicina como oficio que se encarga, en ocasiones, de que fluyan los líquidos; paralelo al vistazo a ductos de comunicación en un enorme hospital. Los cuadros saltan de los intestinos a un ojo, en que la cirugía se desvela semejante a limpiar una ventana. Hay operaciones que implican humo saliendo de los cuerpos, que se taladre, martillee y atornille en una columna vertebral, mientras un cirujano insinúa que no se operaría una rotura de bíceps, por desconfianza en los médicos. Lo que no es sorprendente pues el ambiente hospitalario se muestra también como una especie de carnicería sanitaria: la cuidadosa revisión de tumores —un seno es manejado como el material biológico en que se ha convertido— placentas y cordones umbilicales rebanados en busca de cualquier indicio de enfermedad. No los mexicanos, sino los obreros de la salud y los padecimientos son quienes guardan relación especial con la muerte. Lo importante es esta mirada a lo que pasa, no la calidad del enfoque de la cámara.

El cartel en inglés y latín de Sobre la estructura del cuerpo humano.

En la película los cubrebocas, guantes y otras barreras plásticas hablan de nuestra fragilidad ante enemigos invisibles, del mecanismo estupendo y efímero que es cada uno de nuestros cuerpos. Esto incluye el órgano del que más nos preciamos para distinguirnos. Un hombre está encerrado y es liberado por alguien más del ala o centro psiquiátrico. Con todo y cámara de por medio, un enfermero no puede ocultar su enojo ante el hombre que quiere tomar el elevador, cuando debiera volver a su habitación. “Me quiero morir” gime otro interno mientras pasan a su lado de regreso. Las reiteraciones verbales del hombre que siempre quiere escapar de su cuarto descubren que las repeticiones en las obras de Beckett son de sumo próximas a la locura; que no dista del desvarío de vivir con certidumbre, desconociendo la duda.

Sólo las víctimas de la ideología del cool verán pasmada su atención y confundirán la magnificación, mera estrategia visual —acercamiento extremo, microscópico, por ejemplo, de células tumorales— como el atractivo central del documental. Tales imágenes, producto de la intrusión tecnológica en los cuerpos, también y entre muchas posibilidades, podrían verse como característica influenciada por expresionistas abstractos o por la disolución de la representación en el cine experimental. Ante la espectacularidad de las imágenes puede haber más que manifestar impostado asombro: la genuina fascinación, acaso, sea silenciosa, no parlanchina. No obstante, esto también es parte del documental: tejidos humanos como urdimbre del cine.

La exploración de Paravel y Castaing-Taylor va más allá de lo médico.

La exploración de Lucien Castaing-Taylor y Véréna Paravel llega incluso a una morgue. La preparación de los muertos para sus procesos fúnebres adquiere dimensiones que sobrepasan las acciones de una narrativa o las razones de una explicación. Las labores de quienes trabajan ahí no están exentas de risas. Pero lo notable es que la humanidad —lo que sea que eso signifique— no está en el cuerpo desnudo, sino que se construye prenda a prenda: la humanidad de la persona está en el cadáver vestido, porque, quizá, la humanidad reside en las invenciones de nuestra imaginación. Somos esos cuerpos enfermos y reparados de los hospitales, pero, sobre todo, nuestras creaciones: esas ropas y la música de radio que oyen los empleados de la morgue, envueltos por un sistema de refrigeración. Somos los médicos, o futuros doctores, de la fiesta en que se bromea escatológicamente, en que se bebe, se fuma y se pierde el tiempo entre la obscena pornografía de los muros de sus salas de esparcimiento. La medicina en De humani corporis fabrica no es delicadeza sino brutalidad salvífica, como el despertar de la anestesia, como el desamparo que caminamos como si no lo fuera. Para esto se hace y se ve cine.

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