Hay que irnos quitando de la mente esa fórmula cursi de los optimistas: si al presidente le va bien, le irá bien a México. Hoy, más que nunca, ese enunciado es falso.
La consolidación del cambio que encabeza López Obrador ha tenido enormes costos que sus seguidores minimizan como “molestias” necesarias en un cambio de régimen. Para ellos, “hacer crujir” a México, es señal de que avanzan.
El diagnóstico del que parten se sintetiza así: hay que fortalecer el poder público que el periodo neoliberal debilitó y que generó una crisis de hegemonía; un Estado que no logra controlar su territorio a cabalidad, una economía encabezada por una élite a quien nadie limita y una unidad nacional desquebrajada por la pérdida de símbolos comunitarios.
Bastante hay de cierto en lo anterior, pero su respuesta a este complejo acertijo es de una pereza intelectual gigantesca. Concluyen que la única forma de unir lo roto es con la amalgama del pasado presidencialista. Como si antes de la liberalización esos males no nos hubieran aquejado.
Pensar que el orden y la comunión se resuelven con un sistema piramidal y unitario, que sólo es sostenible a través de la figura de un líder popular, es el error de origen de este “nuevo” régimen.
La contradicción proviene de los cimientos del populismo, que produce un sistema que es rehén de su propia base electoral y de los símbolos que utiliza para convencerla. Es un atajo lleno de mentiras que es útil para movilizar, pero insostenible como forma de gobierno.
Paradójica, pero para nada sorprendentemente, lo que hemos vivido en estos primeros seis meses es que fortalecer la figura del presidente ha implicado debilitar al Estado.
Ejemplos sobran:
- Cancelar el aeropuerto para imponerse frente a una parte del sector empresarial, implicó quemar miles de millones de pesos de los contribuyentes.
- Desplegar una serie de programas sociales clientelares –sin los costos políticos de una reforma fiscal- fortalece la base de apoyo del régimen, pero a costa de una política de extrema austeridad que está carcomiendo a la administración pública.
- Ceder el control de la seguridad y otros espacios civiles al ejército, sirve para afianzar el poder presidencial con los militares, pero no para construir una seguridad ciudadana y de controles democráticos.
La lista de “molestias” es interminable y seguirá creciendo. Presidente fuerte con instituciones débiles es una fórmula destructiva. Gobernar bajo esa lógica no solo puede significar un desastre institucional y económico, sino en última instancia el desmantelamiento de nuestra democracia.
Lo que México necesita y nunca ha tenido realmente es orden, orden legal. Fortalecer al Estado no por medio de quien encabeza su gobierno por seis años, sino por medio de las leyes y las instituciones que las aplican.
López Obrador ya decidió que su ruta es otra: la de concentrar el poder y debilitar las instituciones que le estorben. Él mismo no ha dejado espacio a dudas. Por ello, si realmente se cree en un sistema racional de reglas y límites, no se debe vacilar en estar en contra de su “cambio de régimen”.
Es cierto, hay quienes queremos que le vaya mal a López Obrador, pero no es por capricho opositor, sino por responsabilidad republicana. De cara a 2021, todos tendremos que tomar partido: debilitar o fortalecer al presidente.