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viernes 08 noviembre 2024

Después del Dark side of the moon

por Rodolfo Lezama

A Marco Levario, amante de King Crimson

La crítica y los entusiastas del Rock Progresivo reaccionaron con asombro y deleite tras la publicación en 1973 del octavo álbum en estudio de Pink Floyd que, si bien ya tenía un largo camino recorrido desde 1967 y siete discos en su catálogo, algunos dignos de admiración y críticas positivas (Atom heart mother de 1970 o Meddle de 1972), fue hasta esta grabación que el grupo despuntó con una obra señera del género. 

Otros grandes grupos progresivos ya habían sacado discos significativos al momento de la publicación del Dark side of the moon, es el caso de Jethro Tull (Stand up de 1969, Benefit de 1970, Aqualung de 1971 y Thick as  brick de 1972); Yes (Fragile de 1971, Close to the Edge de 1972 y Tales from topographic oceans de 1973); Emerson Lake and Palmer (Tarkus de 1971, Trilogy de 1972 y Brain salad surgery de 1973); Caravan  (In the Land of gray and pink de 1971) y King Crimson (In the court of the Crimson King de 1969, Lizard de 1970 y Lark’s tongue in aspic de 1973). Sin embargo, la calidad del disco de Pink Floyd ponía demasiado alta la vara para las demás bandas del género, a través del lanzamiento de un reto creativo que pocos grupos fueron capaces de emprender con suficiente éxito.

Sin embargo, 1974 fue un año de grandes producciones para los grupos progresivos, discos que marcaron un hito en la elaboración de posteriores grabaciones dentro del género, que, acaso, pusieron los cimientos del final de una época, por ser discos inigualables en concepto, idea creativa e innovación, pues ante el reto que ponía sobre la mesa Pink Floyd la reacción debía ser grandilocuente y, por fortuna, lo fue. 

Así, Triumvirat produjo Illusions on a doble dimple, Biglietto per l’inferno lanzó su disco homónimo, Gentle Giant sorprendió con The Power and the glory, Focus innovó con su Hamburger Concerto, Gong cambió el rostro del progresivo con You, Genesis sacó un álbum monumental –The Lamb lays don won Broadway–, Camel lanzó su perfecto álbum Mirage, mientras King Crimson puso sobre la mesa una apuesta difícil de igualar, al doble o nada, con dos discos magníficos: Starless and bible black y Red.

El primero de estos discos salió en marzo de 1974, con la integración clásica de Robert Fripp (guitarra), John Wetton (bajo y voz), Bill Bruford (batería) y David Cross (instrumentos de cuerdas). El álbum es el resultado de diversas grabaciones en vivo de conciertos de la banda en su gira europea del momento, tal vez, por eso, su sonido desbocado, fuerte y energético, tiene un claro aire de improvisación que acentúa su espíritu metálico, potente y, acaso, a momentos descuidado, pues la intención no era la limpieza en la producción o la perfección si no comunicar un caos o el derribo de una estructura metálica, a la que desordenadamente da coherencia un niño al armar y desarmar un mecano.

El Starless… fue una producción ruidosa, dura, que por momentos se coloca en los terrenos del minimalismo, en otros instantes pasea por los paisajes de la música concreta, y otros más reinventa –sin intención clara– los ritmos del género con riffs desbocados, pasajes de distorsión y abandono del sonido sinfónico y la lírica, para situarse en la estética de los industrial, de lo rústico, pasando de lo grandilocuente de las primeras producciones (In the court of the Crimson King, In the wake of Poseidon o Lizard) a un terreno desconocido: el de la sencillez, ya no existen los grandes episodios sinfónicos de cinco años antes y tampoco acompañamientos líricos en los que Robert Fripp dejó ser con libertad a John Wetton, en este primer álbum de 1974 se impuso con descaro la personalidad del guitarrista que llenó la producción de su sonidos propios hasta convertir el álbum en un reflejo de su alma distorsionada.

Red, el álbum del grupo que se publica en octubre de 1974, es una continuación de su disco de marzo del mismo año, pero también una variación fundamental: pasan del “sol negro de la melancolía” nervaliano al amanecer encendido, rojo, de una luna que se pierde en los primeros rayos solares y marca el inicio de un renovado día. Red es una metáfora de la muerte del sol y del nacimiento de la luna, ¿mensaje cifrado de Fripp para competir con el Dark side of the moon?  Imposible saberlo, pero, seguramente, sí fue el oximorón que eligió el eterno líder de la banda para ilustrar el momento que pasaba el grupo: el de la muerte y el del futuro, muy lejano, renacimiento.

En su continuidad con el Starless and bible black, está el ruidoso inicio del Red: ¿fundación sobre los restos de la devastación y empeño en construir sobre la obra derruida? Tal vez, lo cierto es que el disco parte con una entrada disonante de riffs que anuncian un vínculo innegable con el trabajo previo, como lo demuestra la primera canción homónima del disco, pero después hay un momento de evolución, de claridad, en donde la escena entintada de negro trazada en el Starless… se tiñe de rojo, primero oscuro, después más y más tenue hasta llegar a un tonalidad que oscila entre el violeta y el rosa, color propio para la llegada de Fallen angel, y recomponer el ruido en una voz: la de John Wetton, quien recupera el protagonismo de los primeros discos y marca con su lírica el destino de la producción: el de la nostalgia, la añoranza, que pelea un duelo concertado con la guitarra de Fripp, la cual irrumpe conforme a una lógica de turnos, para imponer el ruido (dosificado) después de un instante de tranquilidad.

En cumplimiento de ese diseño suena One more red night: conjunción brillante de armonía, ritmo y pericia vocal, que viaja por los caminos del rock y también del jazz, los trozos orquestales y las cadencias bajas de lo sensual; el disco, en este momento, deja de sur duro, ya no pretende la rocosa porosidad del material con que se construye el disco anterior, sino la suavidad acompasada con la aspereza para aterrizar en una melodía balanceada, plano en el que el saxofón es la voz más visible, igual que los arpegios eléctricos de guitarra, que, en su conjunto, fondean de modo transparente la voz del cantante y mano principal en la confección de las letras.

Como un  puente musical que anuncia de nuevo la aspereza suena Providence: suite de cuerdas, pasaje delicado y brillante, aunque no necesariamente luminoso, ensamble con el ruido dosificado, eléctrico, de la guitarra de Fripp, que evoluciona, se transforma de la convulsión al silencio: al cielo sin estrellas (Starless) en el que la suavidad de la voz de Wetton se conjuga con un solo profundo y eléctrico, armónico aunque pesado, en el que se dibuja una plegaria en la que se reconoce otra forma de caos, de destrucción a partir de la pasividad. 

Ahí, el cielo sin estrellas es el anuncio de la muerte, de la desaparición de los astros que iluminan el horizonte: pausa del universo para confesar su vacío, ausencia que el grupo decide llenar con una instrumentación que va de lo mayestático a lo denso y de lo denso a lo sutil, como quien en el último instante de abandono lanza una plegaria a la espera de ser rescatado por la divinidad, o por ese ser superior de quien se ansía una rápida respuesta en el momento de mayor angustia: cuando el hijo de Dios se despide con una frase patética en el calvario, antes de dejar caer la cabeza sobre su pecho y morir entre dos ladrones a causa de una culpa universal.

En ese silencio inesperado se instaló el grupo durante siete años después de Red, acaso para evolucionar hacia un sonido todavía más denso y metálico, el que surgió con Discipline (1981), su retorno después de siete años, suerte cabalística para aparecer y desparecer como el primer conquistador: con una espada en la mano diestra.

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