Se suele decir que hacer cine no es fácil, que es muy difícil. Cuando se habla así, con frecuencia, se alude a obstáculos llanamente económicos. La revolución digital no ha llevado, como sugería Kiarostami en 10 sobre 10, a que se hayan multiplicado las películas de otro tipo de cine, el que no se desvela por zanjar enormes requerimientos financieros, sino que se ocupa de la tarea fundamental: ver. El cine en que pensaba Kiarostami carece de relación con desplantes, por lo general publicitarios o técnicos, de cintas supuesta o efectivamente rodadas con teléfonos celulares; se trata, en cambio, de otras maneras de concebir el cine. Que hacen falta recursos es cierto, pero la dificultad real para hacer cine está en la creatividad.
La película Príncipe de paz, primer largometraje de Clemente Castor, ganó el premio a mejor película mexicana en 2019 en el Festival Internacional de Cine de la UNAM (FICUNAM), encuentro que se distingue por el riesgo cinematográfico de las cintas presentadas. Más que el premio, me interesa que en aquel momento noté una buena recepción de la película particularmente entre algunos de los más jóvenes críticos de cine. La película de Castor es, sin duda, lejana a aquellas que se basan en capturar la atención del público amplio mediante una historia que interpele con motivos sociales en boga o por recurrir a pirotecnias como efectos especiales o elencos atractivos. Es un esfuerzo serio, sin embargo, me pregunto, ¿es suficiente separarse de las características más comunes del cine de mero entretenimiento?
Depende, por supuesto, del objetivo del producto audiovisual. Castor, quien está a mitad de sus años veinte, establece los criterios tanto en Príncipe de paz como en su trayectoria y declaraciones. Además de cortometrajes, anteriormente Castor ha presentado instalaciones en diferentes espacios de exposición. En cuanto a la película, desde el primer momento uno se enfrenta a una textura que solicita atención, la vista tiene que ajustarse: no una iluminación artificial pretendiendo naturalidad, sino la frecuente falta de brillo del mundo, sus cables y letreros interrumpiendo paisajes. El objetivo no es una visión impecable, lo que es completamente legítimo: las imágenes no tienen por qué estar siempre bien enfocadas, al derecho, o espectacularmente encuadradas.
Sería absurdo tratar de reconstruir, o suponer, un argumento o de adivinar quiénes serían los personajes: el énfasis no está en una historia. Esta decisión autoral es explícita en Príncipe de paz, pues elementos que podrían llevar a definir la personalidad de los protagonistas aparecen hasta poco después de la mitad del filme. Antes, sólo los prejuicios anclados en la realidad social mexicana podrían sugerir una respuesta. La presencia de un esqueleto gigante, de manera parecida, ni se explica ni se problematiza: es un elemento más del mundo de la película.
Lo anterior, junto con la presentación de textos en pantalla y el uso de fotografías, son recursos que han sido parte del lenguaje cinematográfico por décadas. La novedad no es virtud en sí misma; ni su falta, carencia artística. En cambio, un criterio para apreciar la película sí podría ser el de la efectividad según los parámetros que ella misma plantea. A Príncipe de paz no le falta retórica, pero acaso sí está ausente una mayor relación con la historia de las formas cinematográficas. Al lado de tomas que podrían llegar a ser fascinantes, hay secuencias que quizá sólo puedan ser apreciadas desde la complicidad en ciertos códigos, foráneos al cine, previamente adquiridos. Me refiero a convenciones sobre qué sería, desde una perspectiva de corrección social y política, digno de interés y cómo sería alivianado y atrayente abordarlo, qué sería lo cool, según esta disposición compartida. Sólo así cobran sentido algunos fragmentos de la obra, como algunas imágenes de la Santa Muerte. Príncipe de paz parece orientada más a no parecer una película para un público amplio y, en cambio, decidida a interpelar al público que acepta gato por liebre; que celebrará momentos como un pequeño concierto callejero, por el lenguaje y tema de la canción. Una alternativa era dedicarse a encontrar qué podría haber sido Príncipe de paz como película.
El discurso que Castor parece construir es afín al de cierto tipo de artistas contemporáneos quienes, en sus alocuciones, generalmente reiteradas y potenciadas al máximo por los mismos creadores y sus equipos, desarrollan temas que serían intrínsecos a sus obras; tengan o no relación con lo que el público pueda observar, en la práctica, en las obras. Castor, sobre Príncipe de paz, discurre sobre asuntos como “comunidad” y “apropiación” que no son evidentes en la película, ni tendrían por qué serlo. El director también alude a otros asuntos que, efectivamente, están en la película, como el del cuerpo, pero de maneras poco elaboradas, como las declaraciones de los personajes o unas consultas médicas. Castor también cuenta, como director en entrevista, con frases que son efectivas entre ese público que pareciera interesarle y que, en ocasiones, no distingue entre complejidad e insignificancia. De Príncipe de paz dice que trataba de “contar una historia como un cuerpo sin órganos”. Probablemente habría que describir a Castor, sobre todo, como un artista en formación.
Al cine de Castor no puede bastarle el no parecer cine común. Adscribirse a una comunidad puede complacer muchos deseos, pero no necesariamente es la vía del arte. El creador quiere al cine como suceso del arte. Oponerse a lo habitual, teniéndolo como referente principal, no alcanza. El cine como arte requiere de anormalidad genuina, de radicalidad que, al menos en principio, apunta a escabullirse de los discursos. La diferencia convencional no basta.
Príncipe de paz se proyecta en Cineteca Nacional a partir del viernes 23 de octubre de 2020.