Mientras construye un tren rapaz a través de su selva, el demagogo fue a escenificar una ceremonia para pedirle perdón a los mayas por la historia de agravios en su contra, y los mayas lo mandaron a la goma por farsante. La respuesta es rescatable por digna: “…Nos trata como si fuéramos personas sin emociones, sin razón, sin pensamiento, sin posibilidades de decidir por nuestro futuro”. Es también un honorable rechazo a la conmiseración lastimera. Algo similar escuché de Marichuy en el Congreso Nacional Indígena de 2018 en Chamula: “Estos señores creen que somos pendejos”.
Las banderas progresistas suelen ser los mejores subterfugios para los demagogos precisamente porque apelan al melodrama del agravio. Se sirven de él para vender la historia más fácil: estoy con los oprimidos, síganme. Es buenísima noticia para la democracia que se empiece a advertir esa farsa política, sobre todo en un país donde decirse austero y frugal es el boleto más expedito hacia un Palacio de oro.
Las mujeres también ya se dieron cuenta. Costó muchísimos desplantes para que quedara claro que el morenismo sólo se sirvió de la bandera feminista para llegar al poder. Sin embargo, el feminismo independiente –el que no forma parte del régimen– siempre advirtió que todo era un teatro, un catálogo corto de consignas vacías lanzadas sin mucho convencimiento por un viejito parroquial con valores de 1940.
La más reciente tragedia en el Metro volvió a exhibir a la mafia transexenal que se apoderó de la Ciudad de México hace 24 años –la misma que hoy gobierna el país– y que se ha servido sin miramientos del eslogan “Primero los pobres”. Su populismo económico y asistencial es una fachada para comprar votos mientras reduce a escombros los servicios básicos y pauperiza la gestión gubernamental. Su forma de gobernar la ciudad fue y sigue siendo un microcosmos de lo que hoy se pone en marcha a nivel nacional: un intercambio de asistencias efímeras por voluntades que termina privando a los más vulnerables de los servicios básicos.
Del desastre de Tláhuac surgió el ya famoso joven Miguel Córdova, un lúcido chavo de la calle al que de milagro no le cayó la trabe del Metro encima. Indiferente al deslumbramiento de la súbita notoriedad, Miguel desmontó con más elocuencia que cualquier desigualdólogo la farsa y condescendencia buenista que quiso apoderarse de él. Cuando le preguntaron qué le diría a la gente que quiere ayudarle, respondió: “Que la vida es bella, es hermosa. Estamos pasando una situación muy difícil en este momento. Si realmente queremos apoyar a alguien, apoyémonos primero a nosotros mismos como país. Se los digo como uno más, uno de abajo, uno que anda solito. Gracias por hacerme sentir que todavía soy parte de esta sociedad. Les deseo todo lo mejor. Hay que vivir la vida. Echémosle ganas y todo va a estar bien. Hay que poner la mejor cara que tengamos ante el mundo”.
Frente a las banderas de la victimización ventajista están las respuestas dignas de los mayas, de Marichuy, de las mujeres y de Miguel, almas y corazones orgullosos que se niegan a ser utilizados como renta política e ideológica.