La nueva ley de austeridad republicana pretende que las personas en el servicio público no puedan trabajar en el privado por diez años. Con el fin de evitar las “puertas giratorias” —el tránsito de puestos con conflictos de interés—, el Congreso le apuesta a dinamitar la entrada.
La solución, como en muchas acciones de gobierno, es errónea porque no identifica adecuadamente el problema, ni sus causas.
El manejo de información privilegiada y el conflicto de interés son problemas cuya causa principal es la falta de supervisión focalizada. La solución adoptada no es eficaz ni factible, porque no se requiere un contrato para facilitar datos estratégicos y es contraproducente para la formación de especialistas y expertos.
En países con democracias consolidadas, el sector público captura a los talentos jóvenes, quienes aceptan salarios bajos a cambio de la experiencia de atender asuntos relevantes. Cuando las condiciones de trabajo ya no alcanzan para retenerlos, migran a espacios con mejores remuneraciones. El camino inverso suele darse en la alta dirección pública, en la que el especialista privado desea aportar su expertise en temas de gran importancia para la sociedad. Ninguno de estos procesos de migración es esencialmente malo: si existe un control adecuado de los asuntos en los que la persona participa, la sinergia público-privada favorece a todos.
En síntesis, las puertas giratorias no son negativas en sí mismas —ya que favorecen la especialidad y mejora de aptitudes—, lo inadecuado es que el cambio de casacas se haga por intenciones corruptas.
Lo que causa el manejo de información privilegiada es la falta de supervisión específica: si un servidor público deja su cargo para trabajar con una de las entidades que antes regulaba, lo que se necesitan son controles y remedios. Resulta más efectivo, para inhibir el uso abusivo de datos, las restricciones a participar en licitaciones o la nulidad de contratos, que crear senderos paralelos para las burocracias públicas y privadas.
De hecho, la prohibición de diez años para trabajar en empresas del sector, incentiva la corrupción. Como se señaló en los párrafos previos, el tráfico de información privilegiada no requiere de nombramientos: un café con un tip adecuado, remunerado con un Rolex Midas, un tiempo compartido en Bermudas o un Porsche Panamera, del que se entregan las llaves, no es tan fácil de detectar.
Otra consecuencia negativa de la prohibición es el desaliento a participar en el gobierno. Los más capaces y talentosos no encontrarán incentivos suficientes para trabajar en un lugar con malos sueldos y que les restringe cualquier probabilidad de mejora salarial y formativa durante una década. Por mero costo de oportunidad, los que opten por el servicio público serán los menos capaces, ya que los más aptos buscarán, desde el comienzo de sus carreras, la actividad privada. En consecuencia, el gobierno habrá perdido el acceso a las inteligencias tempranas que, hasta ahora, habían buscado espacios en la función pública.
La estrategia de tirar el agua sucia con todo y niño, tan común en la 4T, sólo evidencia el odio de clase de este gobierno: le irrita que las personas vivan cómodamente de su trabajo, de la misma forma que detesta que “quisieran hacer un Santa Fe” donde está el actual aeropuerto de la Ciudad de México o que reclamaron que —en su opinión— las instalaciones de Texcoco fueran a ser lujosas. Este gobierno confunde austeridad con miseria y estrechez, refleja su origen resentido en su discurso demagógico y aplica un criterio de igualdad execrable: que todos tengan condiciones de vida limitadas. Iguales sí, pero en la pobreza.
A los perjudicados por esta legislación les quedaría acudir al amparo, por violaciones flagrantes a la libertad de trabajo reconocida en el artículo quinto constitucional. No obstante, para los que se encuentran en los extremos, bien porque comienzan su vida profesional o porque ya tienen una experiencia consolidada, la ley de austeridad republicana es una pésima noticia, ya que resulta más barato no cruzar caminos que defenderse a punta de amparos.
Los gobiernos deben facilitar las actividades productivas, la calidad de vida y el crecimiento económico. Cada vez que obstaculizan alguna de estas cuestiones, demuestran su ineptitud y vocación a molestar a los ciudadanos. Una autoridad que solo estorba confirma su impertinencia: la demolición de las puertas giratorias es una evidencia incontestable de que no entienden que no entienden. Por el bien de México, lo mejor que pueden hacer esos congresistas es dejar de legislar: en su caso, ya es ventaja que no empeoren más las cosas.