Más de una vez he imaginado que Martha Higareda puede vivir en la certidumbre de que ella es el cine mexicano contemporáneo. A Higareda (1983, Villahermosa) no le faltarían razones para creerlo: tempranamente conoció la fama como actriz en la película Amar te duele (2002), además de una carrera en telenovelas y otras cintas —incluyendo producciones estadounidenses—, Higareda fue convirtiéndose también en guionista y productora de los filmes que ella misma protagonizaba. Según los datos más actualizados de la Cámara Nacional de la Industria Cinematográfica —que sólo considera ingresos por taquilla, excluyendo formas de ver las cintas fuera de salas— tres de las diez películas con más boletos vendidos desde que se tiene registro muestran a Martha Higareda como su protagonista. Ella fungió como productora en todas y en una el guion es suyo. Si el criterio fuera sólo cuantitativo, Higareda es el cine mexicano del siglo XXI.
Al lado de la realidad Higareda hay una retórica, expresada por diversos personajes, que habla sobre el imperativo de apoyar el cine mexicano por su aporte cultural a la nación. Esta retórica —de vigor aparentemente inagotable— no se refiere, sin embargo, a películas como las de Higareda, ni a las de un comediante llamado Eugenio Derbez, otra pieza clave del cine mexicano realmente existente y visto. Quienes usan esa retórica aluden al pasado y al conjunto de películas que alcanzan —al menos en su fase inicial— a públicos menos vastos, cintas que suelen identificarse como productos de arte. Hay mucho de plañidero y contradictorio en la retórica del amor por el cine mexicano.
Un elemento de la retórica es la queja eterna sobre el dominio del cine de Hollywood: el cine local padece no por responsabilidad de los mexicanos que lo hacen ni de quienes no lo consumen, sino por consecuencia del imperialismo cultural extranjero. Meses después del estreno de Güeros (2014), entre la que recuerdo como favorable recepción de la película, debía abordar el tema del nacionalismo en una clase de historia internacional en la Universidad Iberoamericana. Había 19 estudiantes de comunicación en ese salón. En los múltiples grupos a quienes di clase de esa licenciatura era común, cuando iniciaban sus estudios —particularmente entre mujeres— el afirmar que deseaban ser “periodistas de deportes”. Pero en ese grupo cerca de la mitad declaraba querer dedicarse al cine. Para introducir el asunto del nacionalismo pregunté quienes pensaban que debía apoyarse el cine mexicano: la abrumadora mayoría no dudo en responder afirmativamente. Ante mi pregunta de por qué, abundaron los argumentos, en general con frases hechas y en tal tono de convicción que supuse estar ante gente que, en efecto, consumía cine mexicano metódicamente. Pregunté entonces quienes habían visto Güeros: algunos no supieron a qué me refería, sólo dos personas la habían visto, gente que no buscaba ocuparse en el cine. Sólo 10% de ese grupo había visto la que probablemente era la película nacional más comentada del año. La cuestión no es cualitativa: no es que se vea el que pretende ser buen cine y se deje de lado el de entretenimiento. Mi anécdota y las comparaciones estadísticas muestran que hay desapego hacia el cine local por parte de los mexicanos.
La falta de atención al cine mexicano no se limita a personas que declaran una vocación sin que la misma abunde en evidencia práctica, ni es debida principalmente a inconvenientes horarios que tiene en Cinépolis y Cinemex, aunque esto no sea inocuo (de hecho, el cine mexicano realmente visto tiene buena exposición). A partir del miércoles 17 de enero de 2024 la Cineteca Nacional de la Ciudad de México presentó una supuesta retrospectiva del director Fernando de Fuentes (1894-1958), pilar de la “época de oro del cine mexicano”. Aunque ahora no sea visible, una de las cuatro salas originales de la Cineteca lleva su nombre. Como de costumbre se trató de un ciclo —no de una retrospectiva de verdad— pues faltó el proyectar cronológicamente la totalidad de esa obra cinematográfica: en lo programado estaban ausentes cuando menos 5 cintas del director (habitualmente en la Cineteca los faltantes son más graves). El ciclo anunciado abarcaba 32 películas con repartos que incluían a María Félix, Sara García, Tito Guízar, Jorge Negrete, Dolores del Río y Fernando Soler; actores y referentes culturales que la retórica del amor al cine mexicano califica como estimadísimos por el público. La paradoja es que la inauguración del ciclo —seguida de brindis— estuvo atestada, pero después, aún con el inmenso flujo de gente en la Cineteca, la asistencia fue escasísima. La pequeña sala estuvo generalmente a menos de un tercio de su capacidad. El “pueblo” que se dice adora a esas estrellas y siente como propio ese cine no fue al ciclo, tampoco los estudiantes de cine, ni los académicos, ni los críticos (salvo algunas asistencias de Carlos Bonfil). Casi nadie del público cinéfilo se interesó en la excepcional oportunidad de ver cine de la mal llamada época de oro, a pesar de ser proyecciones en 35 mm —invariablemente mal proyectadas y en mal estado— y que no están en internet ni son parte del canon televisivo por sus características hoy vistas como deficientes incluso por públicos no especializados. Sin explicación alguna, apenas a su mitad, se interrumpió el ciclo. Si se hubiese tratado de buscar una experiencia artística, no se perdía uno de nada: el de Fernando de Fuentes es un cine al nivel del de Martha Higareda y viceversa. Es cultura popular que en múltiples planos —tramas absurdas, actuaciones ridículas, planteamientos autoritarios— se maneja en los más bajos niveles.
¿De dónde proviene esta retórica que se revela tan insustancial? En parte, pero no sólo —este tipo de prácticas culturales no son mera obra de poderosos manipuladores— del discurso de santones que se dan cuerda uno a otro y se renuevan al paso del tiempo. Nada hay más seguro para colocarse donde uno aspira que reproduciendo lo aceptado. Ayer fue Carlos Monsiváis (1938-2010), hoy es Guillermo del Toro (1964). Aludo a ejemplos de sus prédicas. En su libro sobre el intérprete Pedro Infante (2008), Monsiváis escribió una frase que reiteraba mucho de su comentario sobre el cine nacional: “En la Época de Oro la industria fílmica potencia y modifica a la gran familia mexicana y rehace las versiones de la mexicanidad al difundir el nacionalismo como show”. Entre la prosa confusa de Monsiváis —reflejo acaso de ideas insustanciales— las malas lecturas de ella, así como la magnificación que en la cultura oficial se hace tanto del cine local como de Monsiváis, tenemos la siembra de una consigna según la cual el cine es indispensable para la identidad nacional mexicana.
En este contexto no sorprende una expresión que Del Toro compartió en 2022, durante discusiones alrededor de la denostación del cine popular mexicano contemporáneo y la falta de financiamiento público para los premios Ariel. En un tuit, Guillermo del Toro concluía: “Si les parece alto el costo de una identidad, no se imaginan el costo de no tenerla”. Suponer que la identidad de una nación depende de los incentivos públicos a su industria fílmica nacional es un desvarío sociológico. No hay comunidad que carezca de identidad: cualquier conglomerado de individuos inevitablemente genera, por el hecho de existir, una identidad colectiva. Que el cine contribuye a la conformación de identidades sociales es un hecho, como también juega una parte el olor a grasa rancia en el Centro Histórico de la Ciudad de México, la conducta al conducir un coche, el impúdico mentir del presidente Andrés López, toda música popular y alguna que otra cosa linda. Hasta puede concederse que por su carácter simbólico el cine podría tener relativa mayor potencia que otros factores y, acaso, en ocasiones ser crucial, pero jamás es fuente única ni indispensable: no hay ingredientes obligatorios para la identidad ni primacía del cine. Sin embargo, el absurdo está plenamente asentado y tiene consecuencias como la pretensión de justificar gasto público en cine —proveniente mayoritariamente de impuestos a quienes nunca desvelará la diferencia radical entre el cine de Reygadas y el de Higareda—, la repetitiva producción de filmes que asumen apego del público a figuras y formas desde la erronea condescendencia, así como la compulsión a presentarse en comunidad como si uno disfrutase y apoyase el cine mexicano.
En México y cualquier país vivimos una serie de retóricas, con independencia de que siquiera sean coherentes. Uno puede pasar su existencia repitiéndolas, con poca o mucha comodidad. Pero uno puede conocer si hay algo más allá de las retóricas que ordenan nuestra vida compartida: los hallazgos no son de placer garantizado, pero sí de lucidez y quizá de dignidad intrínseca. La salida al laberinto del predominante mal cine mexicano es sencilla: no hay obligación alguna de amarlo. ¿Sería deseable hacerlo? Puede serlo o no, la cuestión es que ni legislaciones que impongan el mostrar cine mexicano, ni la construcción de más salas gubernamentales —con todo y la prevalencia de una retórica favorable— son suficientes para crear nuevas realidades de afectos narrativos, muchos menos estéticos. Interesados o no en el cine, la absoluta mayoría de los ciudadanos lo saben y ejercen en la práctica: amar el cine mexicano no es necesario. Amar no es cuestión de razones y en este caso hasta para un cariño ordinario son escasos los motivos.