domingo 07 julio 2024

El burro de Barcelona

por Óscar Constantino Gutierrez

“Quim torra és un gilipoll i fill de xxxx. Punt. Em fa molta vergonya que hagi presidit la Generalitat”
Orencio Puig

Después de ver a Peter Sellers en El bobo no esperaba que en Cataluña llegara a existir un personaje más torpe que Juan Bautista. Pero Quim Torra demostró que la realidad supera a la ficción.

El president 131 de la Generalitat de Cataluña fue inhabilitado por desobediencia a la autoridad electoral. El Periódico de Catalunya sintetiza el asunto con claridad meridiana: “El Tribunal Supremo ha confirmado la inhabilitación a la que el Tribunal Superior de Justícia de Catalunya condenó al presidente de la Generalitat, Quim Torra, por negarse a retirar una pancarta a favor de los que considera presos políticos, pese a que se lo había ordenado la Junta Electoral Central para garantizar la neutralidad de los edificios públicos durante la campaña de abril del 2019″.

Torra es como la mayoría de las secuelas de los blockbusters: malas, predecibles e invitan a que no haya terceras partes. Después de la independencia fallida y huida a Bélgica de Carles Puigdemont, la intervención estatal por aplicación del artículo 155 de la Constitución española dejó vacante el cargo. Cuando se levantó la suspensión de funciones, fue electo un abogado de nombre Joaquim Torra Pla o “Quim” Torra. El ya expresidente catalán quiso dejar su impronta en la política catalana bajo la fórmula de ser más insolente y bravucón que su fugado antecesor. Por ello su tono fue más frontal, más independentista y… más imprudente. No experimentó en cabeza ajena y, como en los partidos de futbol del Barça, sus adversarios sólo esperaron que cayera en fuera de lugar para sancionarlo. Hasta aquí podría parecer una edición más de la vida inútil de un político tonto, pero hay algunos puntos que vale la pena señalar.

En primer término, varios consideran desproporcionada la sanción. Me gustó especialmente el análisis de Jordi Nieva-Fenoll, catedrático de Derecho Procesal de la Universitat de Barcelona, que sugiero leer en este enlace. El procesalista hace dos afirmaciones que merecen destacarse: “Fui de los primeros en criticar con toda vehemencia que era desproporcionado inhabilitar a un presidente por haber colgado un trozo de lona. El Derecho penal no sirve para matar moscas a cañonazos”. Coincido con la segunda aseveración, no con la primera. Explico el porqué.

Resulta una verdad enorme que el Derecho penal es la última frontera sancionatoria y no debe usarse para insignificancias —pero que todos los códigos penales regulan: abundan los tipos penales que no deberían ser delitos—. En otras latitudes inhabilitaciones como las de Torra son resultado de procesos constitucionales de responsabilidad política o procedimientos administrativos. Y ahí es donde no coincido con Jordi Nieva-Fenoll: desobedecer cínicamente una orden de autoridad merece un castigo de ese tamaño, sobre todo por la jerarquía del desobediente. ¿A quién se acude cuando el jefe de un gobierno se burla de las disposiciones de la autoridad electoral? ¿Quién es su superior jerárquico? ¿El parlamento o asamblea legislativa? Y, como es evidente en la mayoría de los casos, ¿qué sucede cuando ese congreso está dominado por el partido del ejecutivo? Por ello el control político nunca sustituye al jurídico.

Fueron los padres fundadores estadounidenses y los federalistas en específico (Hamilton, Madison y Jay) quienes explicaron que la factibilidad de la rama judicial del gobierno requiere el sometimiento voluntario de la Legislatura y el Ejecutivo a la ley y los tribunales. Para utilizar el estilo explicativo de Lassalle, el presidente tiene los cañones y los diputados la fuerza del voto, mientras que la judicatura es el poder más débil —el del Derecho— y, como sugiere san Pablo, los miembros del cuerpo que consideramos más débiles son indispensables —o, si se quiere ver así, las partes menos fuertes las vestimos con mayor autoridad, pues nuestras partes más resistentes no la necesitan—. En esa misma lógica se expresa don Eduardo García de Enterría al señalar el milagro originario del Derecho administrativo y su diaria reedición: los poderes con misiles y caudales deciden someterse a la ley. Este criterio de respeto se extiende a cualquier entidad de control de la legalidad del Ejecutivo, como es el órgano electoral, al que Torra desobedeció con la soberbia del autócrata, que cree que la ley no es para él.

Incluso en México, país con tantas deficiencias de Estado de derecho, desacatar las órdenes judiciales o electorales lleva a la destitución del cargo. Para no ir tan lejos, la Ley General en Materia de Delitos Electorales señala que si un servidor público comete cualquiera de los delitos previstos en esa legislación, además de la sanción prevista en el tipo penal correspondiente, se le impondrá inhabilitación de dos a seis años y, en su caso, la destitución del cargo (artículo 5). Esa misma ley señala que se impondrán de doscientos a cuatrocientos días de multa y prisión de dos a nueve años, al servidor público que destine, utilice o permita la utilización de manera ilegal de fondos, bienes o servicios que tenga a su disposición, en virtud de su cargo, al apoyo o al perjuicio de un precandidato, partido político, coalición, agrupación política o candidato, sin perjuicio de las penas que puedan corresponder por el delito de peculado (artículo 11, fracción III). Así que colgar un trozo de lona en un edificio público para respaldar a una determinada fuerza política, no sólo en Cataluña, amerita destitución.

Peter Sellers en “El bobo”

Sin embargo, quiero resaltar que el castigo a Quim Torra más tiene que ver con su desobediencia reiterada e irrespetuosa a una orden de autoridad, que con su vulgar propagandismo. Resulta irónico que el enemigo de la monarquía española pretenda que su conducta se encuentre por encima de la ley, como si fuera un soberano o señor feudal.

No demerito el inteligente análisis de Jordi Nieva; entiendo la argumentación que ve desmedida una separación categórica del cargo por un acto de desobediencia en un asunto que puede parecer menor. Pero hacer trampa en las elecciones no es algo pequeño, y burlarse de las instrucciones de una autoridad de control tampoco lo es.

En México tenemos a nuestro propio Quim Torra: desobedeció a un juez de amparo y fue sometido a un proceso de desafuero, lo que le sirvió para victimizarse y hacer movilizaciones sociales en su defensa —si alguien recuerda los disturbios de hoy en Barcelona, es porque la situación se parece. Jugar a la víctima suele ser muy lucrativo para los políticos; así lo hizo Puigdemont y ahora lo hace don Joaquim.

No obstante, a diferencia de lo sucedido en mi país, donde el que violó la ley obtuvo su anhelado objetivo —después de 18 años de plantones, protestas y pataletas, ahora es presidente—, no parece probable que Puigdemont o Torra logren la independencia de Cataluña. Quizá porque en un país de instituciones se destituye a los gobernantes en desacato, por más que su falta pueda parecer de poca importancia —que, en el caso de Torra, en realidad no es una falta menor. Por el contrario, en las sociedades con poco Estado de derecho, a los pillos se les glorifica.

Aunque estos son tiempos globales de demagogia, a Quim Torra le falló el cálculo político. Ahora es un expresidente inhabilitado, pasará a la historia como un sujeto necio que perdió el cargo por empecinarse en hacer proselitismo desde el poder. El hombre de Blanes quiso ser como El Padrino II o El imperio contraataca, pero es Tiburón, la venganza. Lástima que la única revancha de Torra fue contra su buena fortuna: se le acabó la suerte a Juan Bautista y por eso se fue, pintado de azul, del Palacio de la Generalitat…

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