“Todo se desmorona. El centro cede”, dice W.B. Yeats en El segundo advenimiento, poema que emergió de la Primera Guerra Mundial y de la gripe española, y que sería premonitorio de lo que vendría unos años después. Y sí, para los extremos el verdadero enemigo es el centro, porque mientras los fanáticos de las crisis existen primordialmente para destruir, el centro es un espacio para la mesura y para la estabilidad constructiva. El centro encierra un oxímoron en tanto postura radical de contraste con los promotores de excesos y deformidades que, cuando no tienen un opuesto, lo inventan para justificar lo que haya que justificar. Nadie, por ejemplo, le disputa a MORENA la pretensión de instaurar una dictadura, y por eso tiene que estigmatizar todo lo que no jale con ellos y colocarlo enfrente.
Por baldes de agua fría no iba a parar Yeats, quien además advierte que “los mejores no tienen convicción alguna, mientras los peores rebosan de apasionada intensidad”. Pero además siempre hay un tercero: el impostor, el esquirol. De vuelta por estos rumbos, fueron grotescas las poses de quienes, desde la oposición, votaron para darle otro empujón al país hacia la degradación militarista. Que si el oficio político, que si la negociación, que si “no se puede vivir en el no”. Pues no, sin columna vertebral no se puede, y pues nada tan grato para un mandón como tener a unos tontos útiles que le hacen el favor de explicarle al país las elevadas razones para empinarlo. La payasada de que las Fuerzas Armadas se tomarán un respiro del banquete de presupuestos y negocios para rendirle cuentas al Congreso, quizá arrancó alguna sonrisa en el palacio y en algún cuartel.
Apaciguamiento es un término ya para siempre embarrado al intento de Chamberlain por contener al monstruo, y el término de colaboracionismo a los franceses, y otros, que se le entregaron. El voto que nos ocupa no fue un acto vergonzoso de apaciguamiento sino una maniobra degradante de colaboracionismo. De hecho, la transmutación por alquimia de un artículo transitorio en estado permanente (en un país que no sabe construir horizontes, 2028 es más largo plazo que el largo plazo), fue el resultado de una trifecta: el arraigo de la sombra militar, sí, pero de paso también la traición a la alianza y la ofrenda a quien se esmera en la transformación verdadera, la de los votos contados a los votos que se dan por descontado, dentro y fuera de las Cámaras.
Algunos y, de manera muy destacada, algunas senadoras, vivieron en cambio los mejores momentos de sus carreras políticas defendiendo lo esencial. Lástima que los que valen la pena no alcancen aún para detener el avance de un plan de majestuosa y militarista ineptitud. Porque a las Fuerzas Armadas ya les pusieron los reflectores afuera y adentro, y ya se vio lo que ven, inmersas en la esquizofrenia de constatar los descarados amarres del gobierno que ellas defienden, y de la peor manera, con amenazas y espionaje a enemigos inventados, mientras evaden la seguridad, casualmente el principal pretexto para su protagonismo, mientras se refugian en montañas de recursos que irán pagando a costa de un respeto que fue, en otros tiempos, bien ganado. Es difícil imaginar peor presente para unas instituciones que merecían mejor destino.
El centro cedía, y el poeta se preguntaba: “¿Y qué bestia bruta, llegada al fin su hora, se arrastra hasta Belén para nacer?” Pues por acá ya llegó. Con su anarquía sangrienta. Y sus víctimas. Y sus cómplices. Y sus consentidos.