La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos establece en su Artículo 87: El Presidente, al tomar posesión de su cargo, prestará ante el Congreso de la Unión o ante la Comisión Permanente, en los recesos de aquél, la siguiente protesta: “Protesto guardar y hacer guardar la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y las leyes que de ella emanen, y desempeñar leal y patrióticamente el cargo de Presidente de la República que el pueblo me ha conferido, mirando en todo por el bien y prosperidad de la Unión; y si así no lo hiciere que la Nación me lo demande.”
“¡Al diablo con sus instituciones!” dijo en 2006 el entonces candidato presidencial, Andrés Manuel López Obrador, y convocó a sus seguidores a tomar Paseo de la Reforma en protesta por los resultados de los comicios: una diferencia de 0.56% de los votos daban el triunfo al candidato Felipe Calderón.
Jesús Reyes Heroles dijo que “en política, la forma es fondo”. Ante tal escenario, la visión optimista tuvo cada vez menos asideros cuando el entonces candidato López Obrador se convirtió en el Primer Mandatario del país en 2018. En México, garantizar el Estado de Derecho debe seguir siendo el principio por el cual la población cumpla las leyes y el Estado las haga cumplir, en un ambiente de legalidad e igualdad, donde los derechos y las libertades ciudadanas garanticen la seguridad y la estabilidad a sus gobernados.
El crecimiento sostenido de un país va de la mano del Estado de Derecho. Este es un factor que determina la percepción que la sociedad tiene de su gobierno, quien es el encargado, por voluntad popular, de la aplicación de la ley para todos —sin distingos ni de forma discrecional—, a fin de dar a sus gobernados la certeza jurídica y la paz social.
En México, por décadas, la sociedad mexicana ha ido construyendo sus instituciones para hacerse de una democracia efectiva que no sólo en el papel, sino en la práctica otorgue certeza a los contratos y la propiedad.
Las instituciones siempre serán perfectibles; en un mundo que se transforma vertiginosamente, las sociedades requieren actualizar sus marcos legales, a fin de mantenerse vigentes y cumplir los objetivos que les dieron origen. No obstante, la demolición de las instituciones y los organismos —antes de cualquier intento por fortalecerlos subsanando sus deficiencias—, así como menguarlos presupuestalmente hasta hacerlos inoperantes, o bien, restarles o trastocar sus atribuciones, sin el cumplimiento constitucional de la separación de poderes, es percibida de forma negativa por los ciudadanos: se sienten inseguros e indefensos.
En México vivimos una crisis en el tema de la impartición de justicia. Los diseños institucionales parecen estar alejándose de sus objetivos; los límites entre las actuaciones y atribuciones de los diferentes poderes de la unión han dado lugar a enormes baches en el camino hacia un verdadero desarrollo —cada día es más evidente—.
Habitamos un país en donde sistemáticamente se violan los derechos humanos ante la condescendencia del órgano constitucional autónomo creado, específicamente, para “promover y proteger los derechos humanos, en especial ante la perpetración de abusos por parte de funcionarios públicos o del Estado”, hablo de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH).
Uno de los rubros con mayor desatención corresponde a las mujeres que se encuentran privadas de su libertad, ellas son el sector social que padece mayor olvido. Despojadas de todo derecho, son víctimas del abuso institucional de la prisión preventiva, en su caso no aplica la presunción de inocencia. Son vinculadas a proceso sin tomar en cuenta, en lo más mínimo, cualquier atisbo de perspectiva de género. La presencia de un mayor número de mujeres en los espacios de poder donde se toman las decisiones para una mejor impartición de justicia en el país no ha repercutido para que la ley tenga una visión de género.
Buen número de mujeres enfrentan procesos acusadas de algún delito, para ellas la libertad debería de ser la regla y no la excepción, pero sucede al revés: la cárcel se ha convertido en la norma. Antes que ser declaradas inocentes hasta que se demuestre su culpabilidad —tomando en cuenta que están acusadas de delitos que no ameritan prisión preventiva—, son encarceladas y la autoridad luego investiga. Muchas de ellas son madres de familia; durante su reclusión, sus hijos han quedado desprotegidos a merced de la calle. La carencia de una defensoría efectiva es un factor que complica su situación.
Más que un Estado de Derecho, México y sus mujeres padecen un estado de indefensión ante la inoperancia de sus instituciones, síntoma de una evidente descomposición social. Aunado a ello, la reinserción social es un tema secundario para las autoridades. Sin duda, es urgente que los gobiernos revisen seriamente el tema de las mujeres en reclusión y las que son liberadas, en el marco de sus políticas públicas de impartición de justicia y desarrollo social.
En definitiva, mandar al diablo a las instituciones no es la mejor medida para fortalecer la estructura que soporta al país, particularmente, a las mujeres. Demoler no es la solución porque implica volver a empezar a costa de perder los avances, pero hay temas que son impostergables.