A mi hermana Lourdes, en su cumpleaños.
Desde que Caín fue expulsado del Edén tras el asesinato de su hermano Abel, el exilio ha sido visto como una forma de sacrificio, de expiación de una culpa originaria o de la incursión obligada en un trayecto para descubrir el secreto interno que sólo el viaje hacia el destierro, lleno de dificultades y sorpresas, acaso de penas, habilita para que la persona común adquiera la naturaleza de héroe.
En la antigüedad clásica el exilio suponía la tragedia de abandonar el lugar de los afectos, pero también de la vida cívica. Por eso la privación de la tierra era también un veto para la realización de la vida personal y, además, un obstáculo para participar en la vida pública. El exilio era una realidad amarga donde no había aventura, sino aflicción y, tal vez aprendizaje, al momento que una culpa era lavada a través del sacrificio; el mejor ejemplo de esta circunstancia es Edipo, quien se descubrió protagonista de una atrocidad al cometer parricidio e incesto y concluyó su vida en Colono envuelto en un aura de santidad, como el hombre que se recompone tras la expiación de una culpa y se le respeta cual santo que logra esa calidad al pagar una interminable cuota de dolor.
Sin embargo, el exilio no ha sido un tema de tratamiento abundante en la literatura. La figura del exiliado, en tanto personaje patético, se reservó para los libros de historia, más tarde al periodismo y al documental, pero pocas veces la literatura se detuvo en la tragedia del exilio, acaso en la lírica y la tragedia o después en la poesía (recuerdo sobre todo a Cernuda y a León Felipe, como ejemplos recientes), pero es curioso que la novela le haya dedicado tan pocas páginas a un fenómeno tan descriptivo de la humanidad y, por el contrario, haya derramado mares de tinta para describir la aventura, lo que evidencia una verdad ineludible: el exilio es materia de la realidad, la narrativa del viaje un asunto literario.
Los grades viajeros de la historia occidental, desde Gilgamesh hasta Paul Bowles, pasando por Ulises, Eneas, Dante, Heródoto, Marco Polo, Richard Burton, Lawrence de Arabia o Ryszard Kapuscinsky, narran un viaje exterior que es, a la vez, un viaje hacia sus más íntimos adentros: viacrucis a las entrañas del viajero. Sin embargo, la realidad no es un elemento fundamental para el viaje literario sino una circunstancia que revela la posibilidad de la fantasía: la evasión de la realidad como vehículo de escape a través de la historia, el lenguaje y la construcción de una verdad alterna, surgida desde la imaginación.
Los grandes poemas narrativos de tipo épico como La Iliada, La Odisea o La Eneida, trataron de narrar las hazañas de héroes o la construcción de un imperio a través de personajes imaginarios. Los poetas épicos se montaban en la ficción para dibujar una realidad posible; pocos ejemplos de la epopeya griega o latina tuvieron el propósito de contar la vida de grandes personalidades públicas o privadas, esa circunstancia quedó en el plano de la historia (con Hesíodo, Tucídides o Tácito).
En esas circunstancias, el exilio fue un plano contextual para arribar a la fantasía, pero, difícilmente, un escenario fundamental para que el protagonista de una obra contara su historia. Así, el exilio de Dante es una esporádica mención en la Vita Nuova o en la Divina Comedia, pero no el acontecimiento que rige la trama en su recorrido por el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, de modo que la Florencia dantesca es, al igual que ocurre con la Ítaca de Ulises, o con la Troya de Eneas, un lugar para situar la nostalgia y telegrafiar la necesidad del regreso del héroe al seno materno, pero jamás un verdadero destino, acaso, un pretexto para recordar y hacer memoria de quien se fue antes del momento de partir. Un lugar en el que el héroe podrá permanecer por la eternidad de un solo día.
En la búsqueda de nuevas posibilidades, los protagonistas de las epopeyas, después de los cuentos y las novelas, no intentan certezas, pero sí el encuentro de objetos, elementos o circunstancias que les permitan la transformación de sí mismos: nuevos espacios en el presente, nuevas posibilidades para el futuro.
La antigüedad clásica buscó entender su realidad a través de la vida en la ciudad y del rechazo al exilio, como fuente de penas y sacrificio. El medievo y el renacimiento buscaron una evasión de ella y la construcción de una poética de la acción, por medio de la aventura. György Lukács lo resume claramente: “La combinación de los supuestos de la épica y la novela y su síntesis en una epopeya se basa en la estructura binaria del mundo de Dante: la coincidencia entre vida y significado en una trascendencia posible […] pues la experiencia vivida de su héroe constituía la unidad simbólica del destino de la humanidad en general”.
Con el viaje se cuenta la realidad alterna del género humano, mediante esa herramienta literaria el héroe examina las circunstancias que encuentra en su trayecto como una novedad y confronta la verdad que pregona la sociedad de la que salió como una añoranza sí, pero también como una situación sometida a la criba de la crítica y el escarnio, como una duda de su validez. En ese escenario, lo exótico adquiere la naturaleza de verdad revelada y la anterior fe una materia de olvido o de recomposición, a través de los hallazgos que en su vértigo va trazando el viaje heroico.
En el exilio también se cuestiona a la sociedad, pero desde el rechazo, quien cuenta su historia no es un héroe sino un paria. Aquí la voz del exiliado no tiene resonancia, es un desterrado que cuenta su historia desde el resentimiento, a partir de un espacio social prestado al cual, finalmente, no siempre llega a pertenecer. En el plano del desarraigo quien se exilia no cuenta la novedad de su viaje, sino la soledad de su estancia en tierra ajena. Tal vez por eso la mortalidad ha diseñado una tipología del exiliado que lleva en su nombre mismo el sinónimo de la condena.
En el vocabulario oficial la palabra migrante, refugiado, transmiten la idea de algo externo, desarraigado, cuya pertenencia estará sometida a las reglas de quien se ha ganado el derecho de juzgarlo: el ciudadano, que sólo por la circunstancia de nacer en un suelo determinado es mejor que quien no corrió con la misma fortuna. El viajero literario –el héroe– nunca pretende pertenecer, disfruta la distancia y el desarraigo, se divierte con la novedad y con las preguntas, los cuestionamientos y las dudas que aprende, igual que se adquiere una nueva lengua, como se compra una pepita de oro y se luce una joya al cuello.
Con el nuevo lenguaje el exiliado quiere aprender a llorar a través de la lengua descubierta. Con el nuevo lenguaje el viajero literario sonríe, comunica, pero difícilmente aprende el llanto. Llorar nunca deja de ser la expresión más fidedigna del idioma materno y quien por primera vez llora en la lengua de la madre siempre lo hará, a pesar de que su idioma de trabajo sea otro. Contradicción terrible en cuyo centro dos sujetos se disputan el derecho a una lengua: el exiliado que quiere aprender el llanto para pertenecer y el viajero literario que se reír del llanto ajeno para mantener su permanente circunstancia de extranjero.