El fanático es parte de un esquema de creencias que, mediante proclamas, intenta responder a todo. El fanático no piensa, sentencia, porque dentro de ese esquema de creencias él está por encima de quienes no han asumido la verdad revelada o se rebelan frente a la existencia de una verdad encarnada por un solo hombre que otea el destino y requiere del fanático al fiel seguidor. Ese hombre, el pastor, delinea entre el bien y el mal y ofrece en su rebaño todo el perdón de quien lo hubiera cuestionado. Quien piensa y cuestiona, porque toda realidad tiene múltiples aristas, siempre tendrá fines aviesos y formará parte de una confabulación que el fanático se encargará de pregonar y exhibir para descalificar, no al razonamiento distinto, sino a la supuesta perversa motivación de quien o quienes lo profieren, personajes rejegos al dictado doctrinario o instituciones que le impliquen contrapesos. Esa es la razón porque la que la mancuerna entre pastor y fanático no puede ser democrática, porque la democracia es el reconocimiento de la pluralidad. ¿Lo han notado? Los fieles y su líder jamás hablan de eso o sea de pluralidad y diversidad, del respeto al que opina y actúa distinto y se aparta de creer que todo se reduce a recitar encíclicas y considera que el combate a la corrupción es mucho más complejo que el ejemplo de un ser impoluto que, en realidad, no existe. Y precisamente porque no entienden, han renunciado a razonar, que otros sean distintos, es que pretenden acallar con diferentes estratagemas a todos aquellos que enfrentan el odio exacerbado que tienen por los otros junto al cinismo de autodefinirse como amorosos. Así, como ese tipo de religiones que, en el nombre del amor, matan al hereje.
No nos van a callar.