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domingo 15 diciembre 2024

El fin de México

por Pablo Majluf

México acaba de cumplir doscientos años. Ni su independencia ni su unión están garantizadas para siempre. Las damos por hecho porque, igual que nuestros padres, nacimos en esta circunscripción simbólica, pero al final es un pacto muy reciente que no existía apenas tres generaciones antes de nuestros abuelos.

La vulnerabilidad de México es evidente si recordamos que desde su fundación todo pudo haber salido mal. El país ha estado al borde de la fractura muchas veces, merced a amenazas internas y externas. La propia independencia pudo haber arrojado al menos dos o tres países distintos, la invasión estadounidense varios más, y finalmente la Reforma y la Revolución otros tantos. Podemos también contar sin mucho esfuerzo al menos cuatro movimientos secesionistas: el de Yucatán, el de Tabasco, el de Zacatecas y el de la República de Río Grande.

La idea misma de país es relativamente nueva y frágil en el mundo. Los clásicos dirían que surge de la Paz de Westfalia (1648), que reconoció por primera vez la integridad territorial. Antes de eso sólo existían feudos dispersos sin límites claros. Desde luego, el invento trajo nuevos problemas, porque hubo muchos pueblos que no se identificaron con las fronteras en el mapa. Y sigue siendo el caso en buena parte de Europa y el Medio Oriente (cuyas líneas trazó la propia Europa). De ahí que en estos tres siglos y medio hayan aparecido y desaparecido tantos países.

A esta fragilidad natural hay que sumar tres fenómenos recientes y relacionados: primero, el Internet, que crea comunidades virtuales supranacionales difíciles de circunscribir; segundo, el auge de poderosos agentes extra-estatales, como el crimen organizado, difíciles de controlar; y finalmente, la ola populista global, que ha polarizado a muchas sociedades. El resultado ha sido un proceso de debilitamiento del Estado que Nils Gilman y Niall Ferguson retrataron en la American Interest Magazine del 2014 como un Leviatán despojado; fenómeno al cual Moisés Naím se refirió como “el fin del poder”.

Este tercer siglo mexicano arranca con un polarizador en jefe. Concedamos que los demonios que lo animaron ya estaban ahí y él sólo los azuzó: desigualdad, resentimiento, corrupción, violencia, crisis de representatividad. A partir de ellos comienza a dibujarse una ingobernabilidad demográfica con enclaves enfrentados entre lo urbano y rural, pero también entre el norte y el sur, donde la brecha no sólo se amplía, sino que se refleja cada vez más en los votos, como sugiere la última elección. Son también dos maneras distintas de ser y de pensar.

Estas divisiones palpables contradicen la versión monográfica de un país. Las diferencias pueden ser conciliables siempre que se asuman y reivindiquen. No parece ser el deseo general. Después de doscientos años no está muy claro quiénes somos exactamente, qué valores nos representan, qué esperamos de nuestra unión. En esas preguntas descansa un pacto temporal llamado país que cualquier día, en un mundo en el que el Estado-nación languidece, podrían no hallar respuesta.

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