Viene fea la cosa, muy fea. Como es sabido y se ha sufrido, un par de datos distinguen a este gobierno: el abuso del poder y la incapacidad de enfrentar nada fundamental. Esta condición híbrida de lisiado y gandalla se abrió paso entre complicidades, pasmos e indignaciones de boutique, y destruyó lo que el país hubiera avanzado en educación, salud y programas para el desarrollo. De hecho, ya no aplican entendimientos o expectativas que hasta ayer eran sentido común, como la de que un país no se suicida tumbando la inversión, cancelando el crecimiento, aventando a millones a la pobreza y quemando el dinero lo más rápido posible, o que una economía atascada por la arbitrariedad tampoco responderá gran cosa a las definiciones monetarias normales en contextos estables (cuando un gobierno es un porro, la tasa de interés vale madres).
Morena no será nunca una institución; es una estación de paso para advenedizos y algunos fanáticos, que además está repleta y rodeada de fuerzas que serán inclementes cuando los flujos se interrumpan. Una caseta tomada para “la causa” (siempre en singular, porque todas son una y una es todas) es una buena metáfora de la desvergüenza con la que un gobierno abusivo y prostituido le cobra a los extorsionados que debería defender, le paga a los extorsionadores que debería enfrentar, y luego se llena la boca de “justicia social”.
Pero si Morena abandera la desinstitucionalización, tampoco coagula una oposición sustantiva ni por descuido. Buena parte de los que se mueven en el poder real simulan obediencia porque le tomaron la medida a lo que venía y negociaron franquicias e impunidades. Puede haber muchos motivos, nivel intelectual, los renglones torcidos hacia el interés inmediato, el estrés de la sobrevivencia en una ciénaga, el caso es que los principales grupos políticos, partidos y empresarios incluidos, no pueden imaginar una salida; vaya, ni siquiera logran disimular su necrosis con algún buen discurso, alguna frase pegadora. El PAN no encuentra a quienes puedan superar el aburrimiento que su dirigencia produce, el PRD intenta que alguien entienda con qué se come la socialdemocracia y el PRI, en cambio, comunica bien que ya no existe.
En las clases medias y altas pueden quejarse pero nunca darse por aludidos, que para eso está el puñado de infortunados a los que se agrede con nombre y apellido. El caso más lamentable es el de los cautivos de su teatro: “¿Y ahora qué dijo? A poco, no puede ser”, dicen los crédulos incrédulos que llevan en esas tres años, o 20 para quien quiera llevar bien las cuentas. El resto del país, la mayoría, ahí va, lidiando con la vida y asignando culpas según su mayoritario mal entender.
Sin proyecto y sin oposición, inmerso en su monumental fracaso, eviscerando al Estado y haciendo como que controla a los depredadores (dele la vuelta a la contradicción, que todo es muy simbólico en el reino de las mañaneras), imbuido de paranoia, López Obrador se proyecta en su laberinto de espejos y le sube de tono al salvamento de la patria. Enclavado siempre en trincheras políticas y mentales, va contra las fuerzas del mal, a la mala y de malas, y probablemente trate de inaugurar el primer sexenio de más de seis años.
Lo logre o no, el gran país ultraviolento se desmorona, como en el poema de T. S. Eliot, “no con una explosión, sino con un gemido”, y da para escoger: el de los crédulos incrédulos, el de los no aludidos, el de las víctimas más lastimadas o los ecos de una paranoia en su laberinto.