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viernes 27 diciembre 2024

“El gordo Serrano”

por Marco Levario Turcott

Álvaro fue un niño cobarde y resentido, siempre escondido en las faldas de su mamá cuando otros niños lo molestaban o resguardado en sus propios gritos llenos de lágrimas. Su tartamudez y su apariencia física, su tez rosada y una barriga prominente, lo hacían objeto de burlas y humillaciones. Durante la primaria le decían “El gordo Serrano”. Era inseguro y siempre estaba solo en el recreo, alimentando su miedo al rechazo, mientras los demás jugaban. Sin embargo, en su interior crecía un resentimiento hacia quienes lo habían hecho sufrir, un resentimiento que algún día encontraría una salida en su vida. Por lo pronto no se atrevía a levantar la mano en el salón y apenas balbuceaba “Presente” cuando al pasar la lista la maestra decía su nombre, que a él mismo le daba pena. “Álvaro Sevilla Serrano”.

En la universidad, “El gordo Serrano” se mantuvo al margen de las protestas estudiantiles de 1986 porque, decía, era periodista y los periodistas no tomaban partido por nadie; también se sentía escritor, aunque nunca publicó nada, eso siempre fue parte de sus fantasías. Era sobre todo ignorante y gris, y en esa etapa también solo: jamás se acercó a las mujeres por temor a que lo que él veía en el espejo las horrorizara también a ellas. Después de graduarse, fue un burócrata escondido en un oscuro cubículo, parecía títere con su traje de moño y su cutis de cartón color salmón. Pero incluso allí, era miedoso. No pedía ascenso ni participaba en polémicas y era puntual y obediente.

Pero todo cambió a finales de 2018, cuando el gobierno de México lo contrató para trabajar como troll en las redes sociales gracias a la invitación de su única amiga: Patricia García, “La ráfaga” o “La garrafa” le decían en la UNAM por su capacidad para disponer de varias ánforas de trapiche y por su talento para disponer de dos y hasta tres jóvenes entrelazándolos con sus piernas de compás, en una sola noche, aunque sobre todo era famosa por el olor terroso y húmedo de sus pies, muy parecido al de los quesos sardos. De ella provino la oportunidad de Álvaro para desfogar su resentimiento quien, desde entonces, asumió un nuevo alias, él sería “El Verdadero”. Se hizo experto en difamar a la oposición, en etiquetar a los críticos del presidente como “corruptos” y “fachos”, y en propagar información engañosa. Eso le permitió sentirse héroe. Ya no sería más el periodista que no tomaba partido ni el escritor que nunca escribió nada, sino el hombre que acudía a su misión histórica de exhibir neoliberales y conservadores, al mismo tiempo que aparentar ser experto literario, crítico de la obra de los otros, porque él no tenía ninguna. Las cosas habían cambiado: si antes se refugiaba en las faldas de su madre, ahora lo hace detrás de la computadora. Solo ha tenido un contratiempo y fue el día en que alguien lo reconoció y lo retó a que sostuviera el peso de sus palabras. “¡Lo que se dice con la boca se sostiene con el culo, cabrón!”, escuchó muerto de miedo mientras veía como se pulverizaban sus gafas de 200 pesos.

Nunca es tarde para comenzar. “El gordo Serrano” encontró su identidad y su forma de vivir a los 53 años. Ahora tiene 59 y se cree influyente gracias a la maquinaria del gobierno que le proporciona un eco artificial. Nadie nota que es tartamudo, ni su barriga y menos sus chapas color de rosa. Además, aparenta ser lo valiente que nunca fue, enfrentándose a empresarios o potentados del capitalismo. El único problema que tiene es menor: y es que hay noches en las que despierta llorando porque un niño le dijo que parecía una marioneta sin vida, tirada en el césped con los hilos esparcidos entre su cabeza y sus manos.

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