Recuerdo mi escuela secundaria, la número 72, un centro educativo público que se ubicaba y aún lo hace, en los rumbos de la Avenida Popocatépetl. Los alumnos de tal recinto pertenecíamos en el mejor de los casos a una clase media esforzadona, pero no más que eso. Por alguna paradoja geomática, estábamos rodeados de escuelas privadas a las que asistían niños de una condición social infinitamente más desahogada; el Simón Bolívar, el Instituto México y una cosa críptica que se llamaba The new american continental school. Este retrato de la lucha de clases no podía sino causar problemas ya que nuestras compañeras, de manera comprensible supongo, soñaban con uno de esos príncipes azules provocando la envidia de nosotros que éramos considerados un conjunto de pelagatos. Esto derivaba en rencores por un lado y burlas por el otro, que concluían en el estacionamiento de Plaza Universidad, el escenario de los pleitos a golpes después de la salida escolar. Aquel fue mi primer contacto con el odio a lo diferente y se me quedó grabado de manera indeleble hasta hoy que escribo estas líneas cuarenta y siete años después.
Somos una sociedad heterogénea y la muestra de ello son mis amigos, los tengo de todos tipos; algunos son extraordinariamente exitosos en lo económico gracias a su esfuerzo y trabajo. Uno de ellos se ha vuelto un importantísimo importador de vinos y una amiga cuenta con un yate que pone a disposición de sus amigos con gran generosidad. Otros han hecho su carrera en la Academia y varios están plagados de premios y distinciones, aunque su vida, si bien no es franciscana, carece de lujos y boatos. Tengo también amigos a los que no les ha ido bien, los veo esforzados en su edad adulta tratando de salir adelante pero pasando trabajos que a su edad no merecerían. Están los cineastas que son inconfundibles y buenos para el dominó y uno que otro funcionario público de alto nivel. A todos ellos los quiero y estimo que me quieren de igual manera pero como dije son un rosario variopinto con ideologías diferentes que ejemplifica la diversidad nacional en una escala micrométrica.
Bien, los tiempos que han llegado están logrando algo que parecía imposible: dividir a la sociedad en dos polos que se repelen como los aviones de Jiménez Espriú, y este odio ha sido apuntalado con una gran resonancia por las redes sociales, utilizando dos términos que me repugnan, pero que debo utilizar necesariamente: “chairos” y “fifís”. Como si fuera un partido de futbol en el que los equipos rivales tienen uniformes diferentes se ha logrado que esta diversidad se agrupe en un solo concepto. Para un bando los chairos son gente babeante que no analiza una sola propuesta y que está rendida de manera incondicional los designios del gobierno que asumirá sus funciones este mes; estos, en cambio, consideran a los fifís herederos y defensores de una casta gobernante y corrupta, llena de privilegios que no entiende que éstos se han terminado y simplemente respira por la herida mientras hace sus maletas a Miami.
Por supuesto la sobresimplificación de cualquier análisis es la ruta más sencilla pero no necesariamente la más lúcida para conducirnos. Nos encontramos ante una espiral de violencia verbal que es atizada por los excesos cometidos y por los que probablemente se cometerán. Los insultos, las calumnias y las medias verdades se han vuelto moneda corriente en estos tiempos de canallas y me parece que es momento de hacer una pausa y pensar si ése es el rumbo que queremos transitar en el futuro.
Un servidor, por lo pronto, seguirá disfrutando a sus amigos, tomando un trago con ellos y platicando de futbol. Iré al cine con mi hija y comeré con mi hijo, y sinceramente espero, querido lector, que en estas fiestas usted procure encontrar un lugar para la sensatez, la armonía y la calma. Reciba usted un cariñoso abrazo de este modesto articulista que se dispone a escribir una pastorela que actuarán los miembros de mi familia en un espacio entrañable de convivencia y armonía. Muy feliz navidad.