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La historia es un instrumento poderoso. Eso los sabe el presidente Andrés Manuel López Obrador y por ello hace un uso cotidiano del pasado y alienta una narrativa de blancos y negros, de buenos y malos.

La senadora Jesusa Rodríguez también lo hace, aunque desde el disparate, por aquello de que comer carnitas es celebrar la caída de Tenochtitlán, pero en el entendido de que el nuevo poder requiere de un relato para imponer lo que será, tarde o temprano, una ideología y un parapeto.

La restauración que estamos viviendo también lo es de los símbolos que dieron sentido al viejo régimen y que se empezaron a debilitar al menos desde 1968, cuando los relatos oficiales empezaron a ser cuestionados, más que por la academia, por la realidad misma.

Lo que se requería era un relato lineal y grandioso que diera cuenta de los esfuerzos del pueblo mexicano para construir un estado producto de la independencia, la reforma juarista y la revolución.

FOTO: GOBIERNO DE LA REPÚBLICA /CUARTOSCURO.COM

Las contradicciones, imposibles de evitar al paso de los siglos, se resolvieron con ciertas licencias históricas y matices. Que el cura Miguel Hidalgo hubiera alzado el grito para defender a Fernando VII y para evitar la llegada del libertinaje francés, habría que observarlo a la luz de un horizonte superior, cristalizado 20 años después y por un desterrado del cuadro de honor: Agustín de Iturbide.

Con Benito Juárez nos pasa algo similar. Lo admiramos por su entereza ente los embates del exterior, su idea de las leyes y su firmeza para defender el interés nacional. Olvidamos, por algo de pudor, su afán de perpetuarse en el poder, del que salió solo cuando la muerte lo alcanzó en pleno Palacio Nacional.

La Revolución es un enredo mayor, porque nos cuesta admitir que los triunfadores resultaron los sonorenses y en particular dos de ellos: Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles.

La gesta campesina de Emiliano Zapata siempre estuvo condenada a la derrota, y las pasiones guerreras de Francisco Villa le impidieron entender que se requerían más instituciones y menos generales.

En el fondo, lo que hubo fueron varias revoluciones, algunas dieron forma al México moderno y otras permanecen como una agenda pendiente de derechos y aspiraciones.

La llegada de Andrés Manuel López Obrador va implicar otra disputa del pasado y en particular por la lectura y calificación que se puede hacer de los tiempos que él llama neoliberales.

La sola idea de la 4 Transformación envuelve lo que será un debate cotidiano durante los próximos seis años.

Para el presidente hay que demoler los restos de lo que considera el régimen neoliberal, pero para ello hay una trampa, ya que el centro del desarrollo mexicano se encuentra en la consolidación de uno de los sistema de derechos humanos más robustos del mundo y en la edificación de órganos autónomos capaces de moderar y de equilibrar el poder presidencial.

Pero la historia como parte de la agenda, también puede ser una oportunidad para clarificar lo que somos y queremos como país, ese suelo básico en el que sí nos podemos poder de acuerdo.

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