“El orgullo alcanza entre los iberos grados muy altos. Llevan vidas de continuas alarmas y asaltos, arriesgándose en golpes de mano pero no en grandes empresas, pues se niegan a aumentar sus fuerzas uniéndose entre ellos.
Estrabón.
“Hay pueblos que saben a desdicha. Se les conoce con sorber un poco de su aire viejo y entumido, pobre y flaco como todo lo viejo”.
Juan Rulfo
La adoración al pene la encontramos en todas las culturas, entre los egipcios el dios Amon-min iba por ahí con el miembro erecto y en Uxmal hay un templo huasteco dedicado a los falos, se cuenta que solía suscitar una procesión de hombres con el miembro desnudo; abundan las pretensiones cristianas de poseer el prepucio divino de Cristo en muchos templos (se cuentan hasta 13 prepucios divinos y aunque se invoque a la cifra, el tamaño no cambia).
La palabra fascinante es fálica, en latín, un fascinum era la imagen de un pene erecto, protegía del mal, se le colgaba en el hogar, se llevaba en el cuello como precioso amuleto. Las mujeres romanas incluso “regalaban” su virginidad al dios Príapo, sentándose plácidas sobre su pétreo miembro. Las lecturas a estos mitos y rituales, son diversas, pero no son coartada patriarcal, ni pretexto de novela victimal. También hay vestigios de adoración a la diosa madre aunque no tan genital.
Príapo es el dios griego de la fertilidad, protector de la horticultura y los jardines. Poseía un enorme pene, arma expuesta que servía para ahuyentar a los ladrones de cosechas. Su nacimiento es un castigo de la diosa Hera a la desmesura, pues nace de la asociación de la diosa Venus con Dionisio: lujuria y embriaguez. Como la mayoría de los dioses masculinos era violador, además de que este pobre monstruo vivía con la erección constante. Cuenta el mito que intentó abusar de la ninfa Lotis, quien cayó dormida ebria en un banquete. Cuando iba a lograr su cometido uno de los burros del anfitrión del banquete, Sileno alertó a los invitados con escandalosos rebuznos. Lotis se despertó y rechazó a Príapo, convertirla en flor de loto fue el mejor recurso para salvarla de los deseos lujuriosos. Para hacerle pagar por estropearle esta oportunidad, Príapo mató al burro. En otra ocasión, Príapo intentó violar a la virginal y hogareña Hestia y un burro advirtió el peligro. Por ello a este dios se le sacrificaban burros y en las fiestas a Hestia se adornaba a los asnos con flores en signo de gratitud. La rivalidad fálica entre el dios y el animal se repite en otro mito que los lleva a discutir y competir por el tamaño de su miembro, el dios gana por supuesto, y de nuevo sacrifica al pobre burro. Las múltiples lecturas a este mito no pueden condenar lo masculino, son una marca de un tiempo y aunque las olvidemos no por ello se le caerá el pene a Príapo ni a Lotis le aflorará el clítores por encima de los labios vaginales.
Poner en su sitio a nuestra historia y a nuestros muertos es una tarea obligada, su presencia física exige una valoración plena porque la historia esta conclusa, un telar terminado que se mira a distancia y aunque nos habiten, son notas específicas que se articulan en la propia sonata, pero no darán noticias nuevas, ni alterarán el pentagrama. Mi padre no fue un tirano, ni mi madre una santa. Patricia no fue una madre dolorosa ni Tomás un santo benefactor. Los seres de carne y hueso somos polutos, precarios. La nobleza de los afectos consiste en querer “a pesar de…”, comenzando por uno. Es por ello que los revisionismos históricos tanto individuales como colectivos, debieran operar como sutura y no como herida. La hispanofobia que actualmente promueven los gobiernos populistas en America latina me resulta una parricidio fallido que además se contamina de lo más rancio de lo políticamente correcto. Si además usamos las ideologías como camisas de fuerza, aniquilamos el diálogo y nos balanceamos cada uno en la esquina de la blanca celda del individualismo.
Podrán sustituir cabezas indígenas (que en su interpretación postmoderna parece más bien alienígenas) por erectos conquistadores, pero el parricidio es imposible. Somos una cultura que como casi todas, hemos aflorado entre sanguinarias conquistas pero la mezcla de sangre nos hace mestizos, hijos de un padre barbado y bélico, hijos de una madre violenta con falda de serpientes. Negar eso nos conduce a la histeria que no a la historia. Ninguna biografía saludable crece de la negación y la venganza, la tierra fértil es el perdón y el olvido, y para olvidar se requiere archivar el suceso que se ha visitado con diligencia, negar es dejar la herida abierta. No creo en la reescritura del tipo populista, a la usanza de lo políticamente correcto que en su extremo ideológico se convierte en hipocresía. Del mismo modo descreo de las luchas generacionales que buscan en una variante segregacionista, afirmar o descalificar una época sobre otra. La historia siempre es una constante re escritura, un telar que se trenza desde el origen sobreponiendo unos hilos a otros con la intención de cerrar una herida, no con el deseo de construir templos que escondan otros, que nieguen lo que fue, especulando utopias que no fueron. No se puede tejer con una sola hebra, ni se puede condicionar un solo estampado, por ello no admito la censura que nos dicte qué chistes son lícitos para reír, ni cuáles son las ideas que deben imperar acorde narrativas de ocasión que dictaminan categóricas quién debe ser la víctima y quién el verdugo.
El llamado a descolonizar la historia es, por decir lo menos una imposibilidad. Una triste mentira demagógica que se escribe en español, que niega un encuentro y una historia de gestación.
Mi familia no fue perfecta pero es la mía, mi historia me identifica y ya me cansé de ser un Pedro Páramo yendo a buscar las sombras del padre. Yo tuve padre con todas sus perversiones y sus fascinaciones, no busco ser de pura madre, protegida por una vagina eterna, ni un padre perfecto con penacho de plumas. Soy la que soy, la mexicana que seguirá coincidiendo con otros mexicanos más en una coordenada geográfica en paseo de la Reforma, ante la mirada de un conquistador o de una enorme cabeza indígena, ambos son mito mientras a nosotros nos toca escribir la historia real donde cabemos todos. Los caminos de la literatura me me recuerdan un cuento de Arreola que invoco como exorcismo:
Cuenta Juan José Arreola de una colonia de hormigas donde vivía una especialmente sagáz que un día encontró un grano de medida estándar pero que quiso vender como prodigioso, y lo llamó así, el prodigioso miligramo. Al principio nadie le creía pero su convicción fue tal que el miligramo fue venerado. Se afanaron las demás hormigas en encontrar prodigios semejante. Nos cuenta el autor que hormigas ancianas derivaron entonces la corriente de admiración devota que despertó el miligramo a una forma cada vez más rígida de religión oficial. Se nombraron guardianas y oficiantes…El hormiguero en bancarrota se aferró a su miligramo como tabla de salvación…Las huéspedes difundieron allí el germen de su contagiosa idolatría… Actualmente las hormigas afrentan una crisis universal… Tal vez muy pronto desaparezcan como especie zoológica y solamente nos quedará, encerrado en dos o tres fábulas ineficaces, el recuerdo de sus antiguas virtudes.