El trabajo más reconocido de Elena Poniatowska es, además, el principal foco de las críticas que recibió desde que comenzó a escribir en México, principiando los 60: “La noche de Tlatelolco”. El impacto es conocido dado que su fuente fundamental, Luis González de Alba, desmintió la miga del trabajo. Él le entregó a la reportera su testimonio como líder del movimiento estudiantil de 1968 y ella podría integrarlo en su libro, por lo que las acusaciones de plagio no se sustentan. El asunto es que la escritora adulteró la versión y eso sí fue determinante para que, por orden legal, la modificara. En este caso, su herramienta de polifonía testimonial no se ajustó a los hechos. Elena inventó.
La algidez que suelen tener desencuentros como estos conlleva entre otros efectos a la pérdida del foco principal de la obra de un escritor y a la delimitación de su producción literaria a juicios en blanco o negro; los seguidores de González de Alba la vilipendian y los simpatizantes de Poniatowska la endiosan, en ambos flancos, muchas veces sin haberla leído. Y la obra de Poniatowska tiene claroscuros. Octavio Paz reconoció su talento (fue su amigo y así le llegó a llamar “tonta”) y criticó su enfoque, parcial y cursi pero atractivo para quienes gustan de la reducción de los problemas sociales a una relación melodramática entre buenos y malos. Pero la escritora nacida en París hace 92 años creó piezas literarias de incuestionable solidez, precisamente su trazo biográfico de Paz, “Las palabras del árbol”, es un referente aunque, en efecto, se sitúe a una formidable distancia de la colosal biografía que escribió Enrique Krauze sobre el poeta.
La obra de Poniatowska merece estudio aparte. Múltiples jurados ajenos a la mezquindad de aquella polémica, la han reconocido con las más altas preseas. Recibió el doctorado honoris causa en una veintena de universidades, entre las que están, además de la UNAM, la Universidad de París y la Complutense de Madrid, junto a docenas de reconocimientos como el Premio Cervantes y la medalla Belisario Domínguez. “Elenita”, como le dicen sus simpatizantes, escribió cuento, novela, crónica, reportaje y poesía. Sus biografías sobre Tina Modotti y Leonora Carrington son referencia obligada.
Un tema nos remite al estudio de la obra de Poniatowska y otro a sus definiciones políticas. En esa vía, vale hacer notar su silencio cuando, en 1967, fue encarcelado en Cuba el poeta Heriberto Padilla en contraste con la protesta de Octavio Paz, Juan Rulfo y Julio Cortázar, entre otros. Más aún: la periodista elogió a Fidel Castro y guardó simpatía con el régimen dictatorial de la isla. Siempre asumiéndose de lado de los desprotegidos, omitió criticar a quienes se erigieron en sus voceros, aun con la demagogia característica del populismo y los resultados desastrosos que han tenido al asumir responsabilidades de gobierno. En México, puede signarse la fecha del 23 de septiembre de 2024 como el momento cúspide del olvido de “Elenita” que rubricó con un abrazo tierno al presidente Andrés Manuel López Obrador, quien la citó ahí, frente a él, durante la rueda de su prensa para hacer de ese achuchón un acto de propaganda. La exhibió como animal de circo.
Este es el quid: en los últimos años, Poniatowska olvidó su propia obra. “El tren pasa primero” es una aproximación al movimiento ferrocarrilero, “Fuerte es el silencio”, es un extraordinario compendió de las voces ultrajadas de los inmigrantes y los paracaidistas, la represión contra los jóvenes y el desprecio de los ángeles, así les llama, portadores de merengues y globos. Ahora la escritora no está con las madres angustiadas que buscan a sus hijos desaparecidos, ni habla de los padres de los niños con cáncer que no tienen medicamentos. Lo más que hizo en este lapso fue lanzar un tímido murmullo: el presidente debería abrirse a la crítica, advirtió. El asunto es que ella no le hizo ninguna crítica sustancial al destructor de la democracia mexicana.
