Las nominaciones de Emilia Pérez en los Premios Óscar resultan en una paradoja prácticamente inmejorable, pues permiten retomar la interpretación humorística más popular que surgió cuando El Santo y las mujeres vampiro fue premiada en el Festival de Cine de Terror de San Sebastián en 1962. Se cuenta que los europeos pensaron que una película tan descuidada tenía que ser intencional y, por lo tanto, una joya del cine surrealista mexicano. Algo muy similar me pasó por la cabeza cuando vi Emilia Pérez.
Desde la primera hasta la última escena, es evidente que la película no tiene calidad musical y que las letras de las canciones caen en los lugares más comunes. Los fondos no se asemejan a México, y la coreografía está tan desconectada que cuando apuñalan a un personaje al principio, pensé que era una broma. Incluso en la escena de la guarida del narcotraficante, parece que ni siquiera hicieron el esfuerzo de darle un mínimo de realismo.
Las reseñas ya han señalado que ni el español es mexicano, ni las locaciones ni los actores. La trama apenas es un esbozo de México. Un ejemplo claro es la escena en la que el Manitas acaba de realizarse la operación de cambio de sexo: cubierto de vendas, hinchado y aún con rasgos masculinos. Si el espectador interpretaba que algo había salido mal, lo habría encontrado más creíble que la felicidad inmediata que la película busca transmitir. Deja que el personaje se recupere y lo procese antes de afirmar que es completamente otra persona y que sus crímenes quedan perdonados. Pero no: bastan cuatro años de elipsis para que no haya necesidad de explicaciones.
A pesar de mi dura crítica inicial, la película estuvo a punto de gustarme mucho por su absurdo y tono tragicómico, rozando el surrealismo, con coreografías más cercanas a un performance de arte contemporáneo. La fotografía, aunque de origen francés, me recuerda al trabajo de Emmanuel Lubezki en Birdman. Claro que sería una versión “pirata”, pero suficientemente buena para ganar un Óscar en esta categoría. Siempre y cuando interpretemos que los errores fueron deliberados. Son tantos que no descarto del todo esa teoría, aunque suene a conspiración. Lo único que me devuelve a la realidad es la interpretación de muchos en Estados Unidos y Europa, que consideran esta película una representación fiel y exacta tanto de la violencia en México como de la transexualidad.
Dicho esto, es evidente que el director sabía que estaba haciendo una película disruptiva. A veces basta con hacer todo lo contrario y no seguir ningún canon sobre cómo debe ser una película. Por eso, no sería justo decir que todas sus virtudes son accidentales. La primera mitad fluye con agilidad, con un montaje que impide apartar la mirada. En la segunda mitad, la realidad mexicana se deforma para encajar en una narrativa global dirigida a espectadores extranjeros sin suficientes referencias para contrastar su verosimilitud. Desde el arte conceptual, es una paradoja cinematográfica: una obra que puede leerse tanto como un desastre involuntario como una provocación premeditada. Tal vez ahí radique una de las razones de su éxito en festivales.
Sin embargo, el análisis de la mayoría de los críticos no parece llegar a este nivel de profundidad. Y si soy honesto, aunque me aburra hacer una interpretación tan común, la razón principal detrás de sus nominaciones es que se apoya en el tema transgénero en un momento de gran auge. Una fórmula efectiva para viralizarse, generar discusión y catapultarse al éxito. A veces resulta tedioso señalar lo evidente, pero la realidad es la que es.