México, en otras coyunturas internacionales, ha jugado y fuerte. Cuba y Nicaragua son dos ejemplos, que podrían servir para normar criterio sobre Venezuela.
Con los cubanos la relación se fortaleció cuando nuestro país se negó a votar a favor de su expulsión de la OEA en 1964. No es que se pretendiera que continuara en una organización comprometida, entre otras cosas, con la democracia, sino en impedir que el gobierno de Fidel Castro no tuviera el margen de acción suficiente para retirarse por su propia cuenta de un entramado en el que no cabían.
Cuba fue expulsada de la OEA, pero el gesto mexicano, durante el mandato de Adolfo López Mateos, siempre se reconoció en La Habana porque se sumó al mantenimiento de las relaciones diplomáticas.
La doctrina Estrada consiste, entre otras cosas, en no reconocer o desconocer gobiernos, sino en mantener una línea de acción prudente, observando los acontecimientos y valorándolos a partir de intereses nacionales.
Esto es, como una ruta en la que los caminos se bifurcan y en la que lo último que debe ocurrir es renunciar al ejercicio mismo de la política internacional, porque a nuestro país siempre le ha convenido ser un interlocutor fuerte en determinadas coyunturas.
En junio de 1979 el embajador de Estados Unidos en la OEA, William Bowdler visitó al presidente José López Portillo para plantear un acuerdo que permitiera la salida de Anastasio Somoza del poder en Nicaragua pero evitando que se conformará un relevo radicalizado. Bowdler temía una solución al estilo cubano y por ello insistía en actuar.
El enviado de Jimmy Carter se comprometía a que Somoza renunciaría pero quería el apoyo mexicano para buscar una salida negociada. Un somozismo sin Somoza.
López Portillo rechazó la propuesta porque la consideraba peligrosa, pero también porque sus afanes ya estaban colocados en el triunfo de los jóvenes dirigentes del FSLN. Muchos de ellos se habían reunido en el pasado con el presidente y se sabían aliados.
La postura mexicana cobijó a los sandinistas, quienes inclusive se reunirían, ya en el poder, con el presidente Carter en la Casa Blanca, para plantear el entorno de la relación y la adhesión de Nicaragua a la carta de derechos de lo OEA.
Años después, en 1982, López Portillo recibiría la condecoración Augusto César Sandino y pronunciaría un discurso en plana plaza pública en Managua.
Aquel viaje había sido accidentado porque hubo amenazas de atentados y de muerte y porque significó la profundización de la frialdad con Washington, ya con Ronald Reagan en la Casa Blanca.
Ahora el panorama en Venezuela indica que es momento de tomar decisiones y de definir cómo es que queremos que nuestro país sea visto en el continente. De nueva cuenta la OEA está en el centro de la discusión.
Hay que estar del lado de los que luchan y defienden la democracia y, al hacerlo, aceptan proteger los derechos fundamentales de los ciudadanos.
Nicolás Maduro, aunque resista, está cada día más aislado, y sus apoyos internacionales, entre ellos Siria, Irán y Rusia, no son para presumirse porque no se trata de democracias.
La represión a los opositores al régimen chavista irá en aumento porque así ocurre cuando ya la descomposición es irreversible. Es ahí donde deberíamos hacer gala de una larga y fructífera tradición.
México debe jugar fuerte, como ya lo ha hecho en el pasado, sin coartadas y ataduras. Mucho de lo que está ocurriendo definirá el futuro y no solo de los venezolanos, sino del continente en su conjunto.