Hay, como sucede con todo en la vida, distintos enfoques de un mismo hecho. El hecho es este: un boxeador mexicano con gran disciplina y convicción, llega a la final del boxeo en los juegos olímpicos. Ese en sí mismo es un logro admirable. En el ring logra la medalla de plata y listo, el sonríe satisfecho y el público en el estadio Roland Garros lo aclama. Qué más le puede pedir a la vida. Nada. Por eso muestra orgulloso su presea y levanta los puños sonriente y a punto del llanto; la escena es enternecedora. Lo logró. Punto. De pronto surge “La ola”, otro aporte nuestro a las grandes gestas deportivas, nacida en el Mundial de México 1986 donde fuimos campeones de la amistad. En las gradas se escucha el “De la sierra Morena, cielito lindo…” mientras ondean las banderas. A mi lado un joven argelino de unos 25 años me adivina mexicano aunque yo no canto, ni salto ni grito ni invito al “júntense, júntense…”. Me consuela, dice “Al menos la de plata”. “Al menos”, respondo con una sonrisa forzada.
Marco debió apretar desde el principio, esta pelea es a tres rounds. El Usbeko lo sabía y así salió con más determinación y correr, picar y salir, picar y salir. Golpear en la nuca y en la espalda incluso, y luego disculparse. El espíritu olímpico debía perdonarlo. El mazatleca le puso estilo y tranquilidad al asunto, como un amigo que tengo, se llama Alberto, que hace treinta años ya, en medio de la batalla campal en la calle, lanzaba jabs y ganchos con el estilo de los grandes mientras nosotros nos trenzábamos de las greñas y usábamos rodillas y codos. En el estadio Roland Garros, Marco disfrutaba su pelea, es un logro suyo, de nadie más y debe estar orgulloso, más aún, de haber superado a su papá. Bien merecido tenía estar ahí hasta que se dio cuenta en el tercer round que el pleito era a tres rounds y comenzó a tirar rectos y volados, a mover más la cintura mientras el usbeko lo abrazaba. Marco se dejaba abrazar, incluso me dio la sensación inverosímil de que lo había hecho parte de su fiesta. Parece un baile en algún salón del Palacio de Versalles. Pero suena la campana. Marco perdió los dos primeros rounds y ganó el tercero. Lo digo en X, me cuecen a madrazos por pendejo y porque, seguramente, yo no gané ni a las canicas. ¿Les digo que esa era, precisamente, la puntuación de los jueces también? No tiene caso. ¿Les digo que el entrenador de Marco buscaba que reaccionara ya? ¿Para qué? ¿Respondo a lo obvio que es la falta de recursos y planificación?
Mejor ando la órbita de la alegría. Al festejo de Marco que nadie le dio nada mientras su público corea su nombre como si México hubiera batido todos los récords. “De la sierra Morena, cielito lindo, vienen bajando…”
Somos los campeones del desmadre. Marco dio lo que tenía en sus puños y en su mente. Yo, sólo recordé a un corredor estadounidense que cinco días antes ganó el oro y luego el bronce, a pesar de que tenía covid, padece de asma y hace unos meses tuvo un evento de depresión o a la gimnasta brasileña, hija de una madre soltera que se dedica a los quehaceres domésticos. Mis recuerdos se interrumpieron cuando en el metro unos treinta paisanos le gritaron al mundo que sabían que estaban afuera pero que seguían siendo los reyes. No sé si como Luis XIV o Luis XV porque en el territorio azteca no hubo monarquía. “¡Viva México, cabrones!”, gritaban como si se les fuera la vida y más todavía: “¡Viva latinoamérica!”. El festejo hasta de la derrota es el distintivo en el vagón donde también iban sentados uzbecos que sonreían frente a esos personajes que saltaban y le decían al mundo que en la penca de un maguey se había grabado el nombre de quien sabe quién juntito a quién sabe quién. Así hasta que se fueron apagando sus voces entre el silencio de los parisinos y los aficionados de otros países. Que el mundo lo sepa: México logró una medalla de plata y sigue peleando entre el lugar 61 y 63 del mundo. ¿Hacemos la ola?